Por Néstor Montes de Oca

 

          A la niña Irina Morales Rodríguez,
          que creció desandando este texto.
          A Irma, que conoce el origen de esta fábula.

 

Mamá había retirado el mantel y hacíamos sobremesa cuando abuela llegó al comedor y dejó caer la noticia: —¡Se escapó el dinosaurio!
     Primero nos miramos como si no hubiéramos escuchado bien; después la observamos con tanta incredulidad, que volvió a repetirlo.
     —El dinosaurio se escapó y dejó vacío el paisaje de los volcanes —dijo poniendo el plumero sobre el aparador.
     Irina y yo nos reímos bajito, pero papá nos miró de tal manera, que nos mordimos los labios, porque es de mala educación reírse de los mayores, aunque digan un disparate.
     —¿Has perdido el juicio? —le dijo mi mamá, sin salir de su sorpresa.

     —Te digo que desempolvaba el lienzo hace un momento y vi cuando saltaba del marco a la almohada, corrió por la cubrecama de retazos y se refugió en el escaparate.
     Papá se puso la mano en el mentón, que es su expresión más seria cuando está pensando en cosas importantes, y le dijo a la abuela en tono suave, como tanteando el terreno:
     —¿Está segura de sentirse bien, Elvira?...
     Tan segura como que me llamo Elvira Montero de la Sierra y no padezco ni de presión alta —enfatizó abuela, algo molesta.
     El silencio fue total; solo el cloqueo de los patos y la algarabía de una bandada de guineos que cruzaban la tarde se escucharon.
     Irina fue la que más interés tomó en el asunto:
     —¿Abuela… hablas del cuadro al óleo que una vez compraste en el barrio chino —preguntó como apelando a la memoria—, el que nos vendió el viejito de bigotes largos que decía: “Chinito vendé pintula antigua, chinito vendé pintula bella. Es una ganga.
     —¡Sí, niña! El cuadro que le compré hace años al chino Wang Kung, insistía mucho diciendo: Chinito vendé pintula mágica, chinito pintó un sueño, un sueño glato”. Era tan bajo el precio, y tan insistente su pregón, que acepté su propuesta.
     —¡Qué memoria tienes, vida mía! —le dijo abuela al sentirse apoyada.
     A la abuela siempre le gustó aquella visita de atardecer de su cuadro, con los volcanes chispeantes que le daban al lago un color de fuego y reflejaban en el dinosaurio tonalidades rosas; este abrevaba a orillas del lago cerca de unos sauces. Nada tenían de extraordinario los sauces llorones, solo que eran anaranjados por el resplandor de la lava.
     Todos coincidíamos en que era una pintura rara. En ella no se veían ni el mítico dragón ni la pagoda con fondo de montañas nevadas, o la tradicional china de kimono y sombrilla; ese no fue el interés del pintor. Había un dinosauro abrevando, ¡un dinosaurio entre volcanes! ¡Qué capricho1
     Siempre nos pareció que sentía calor entre tantos volcanes. Mamá lo miraba de reojo para no encariñarse, pero una vez creyó que él también la miraba y su impresión fue tanta, que nunca entró sola al cuarto de abuela.
     A papá le ocurrió algo parecido en una oportunidad; practicaba en la terraza las clases para el conservatorio y en pleno preludio de Chopin, escuchó entre sus acordes un agudo lamento que lo hizo desconcentrarse y desafinar. Venía del cuarto de la abuela.
     Esta vez quedamos frente al cuadro, mosqueados por la sorpresa. Era cierto, estaba vacío, ¡sin dinosaurio! Abuela asentía triunfal, parecía decirnos con el gesto de su cabeza… “¿Ven, incrédulos, cuánta razón tenía?”
     Papá reaccionó por fin abriendo el escaparate, para convencerse de que allí, acurrucado entre las frazadas, pequeño y magenta, con su cola gruesa y sus abanicos aconchados en el lomo, estaba el dinosaurio.
     Mamá, al verlo, se sentó de golpe sobre la cama y alzó los pies chillando.
     —¡Llévense eso, que está viiiiiivoooooo!
     —Vamos, hija, apaga la alarma, es un cachorro de dinosaurio, tan inofensivo que parece un peluche —respondió abuela acercándose para verlo de cerca.
     —Elvira, vaya con cuidado, que eso no es una pintura; mire que un mordisco puede ser lamentable a sus años —alertó papá sujeto aún a la hoja de la puerta.
     —Bobadas. Llevo mucho tiempo pasándole plumero y dándole besos a la tela, mimándola; hasta sentía los latidos de su corazón, como si me entendiera, y después que aceptó el nombre que le puse nos hicimos amigos.
     ¡¿Qué nombre le pusiste?! —coreamos.
     —Filomeno. FI-LO-ME-NO —deletreó abuela queriéndolo tocar.
     —¡Noooooooo!... lo toquessss… —dijimos a la vez.
     —¡Bobadas! —y nos tomó en sus brazos.
     El dinosaurio estiró el cuello en su hombro y parpadeó a gusto, soñoliento.

 

Tomado de: ¿Cuánto cuestan los abuelos? Ediciones Almargen, UNEAC, Pinar del Río, 2012.