Por Jorge L. Machado

Hace unos meses, en uno de mis paseos por el borde de la charca, vi una ranita, pequeña aún, a la que le faltaban las puntas de sus patas traseras. Me dio pena con ella, pues no tenía silla de ruedas, ni padres ni abuelos que se pudieran ocupar de su alimento, o de llevarla a pasear.

Me miró y vi en sus ojos una enorme tristeza. Entonces, la tomé en las manos, acaricié su cabecita y pude comprobar que, al igual que a mí, algún accidente o enfermedad había terminado con sus patas traseras y sólo le quedaban los huesitos del muslo.

Estuve pensando en alguna forma de poder ayudarla, pero no se me ocurría nada. Al final, tuve la idea de bautizarla, y le puse Titina.

De pronto, una jicotea enorme se asomó en la orilla. Me le acerqué muy callado y logré colocar a Titina sobre el caparazón del animal. Tuve la esperanza de que, viajando en un lomo tan fuerte, eso le sirviera para trasladarse, buscar su alimento y encontrar a su familia. Y me fui a la casa muy contento, con un esfuerzo extra de mis manos sobre las ruedas de la silla.

Al día siguiente, regresé al lugar y me encontré a la ranita tan triste y sola como el día anterior. Entonces comprendí que mi “invento” no había servido de nada. Observé cómo la jicotea pasaba horas y horas al sol y Titina, sin embargo, no podía soportar tanto calor. La quité de encima del caparazón y la puse sobre la yerba.

De nuevo me rompía la cabeza pensando en qué iba a ser de aquel animal tan indefenso, si yo no encontraba alguna solución. En ese momento recordé que un poco más allá, después del cercado para los cocodrilos, había un lugar muy bueno para mi amiga, puesto que había allí miles de sapos. Sería muy fácil colocarla sobre un sapo para que este la trasladara, vaya, para que fuera su “silla de ruedas”. Me pareció que encontrar lo que yo pensaba podría ser la solución mágica. De nuevo, me fui muy satisfecho…

…era un lugar bien conocido, pero no reconocido, donde había mucha luz y flores muy grandes, enormes árboles y una brisa fresca… En aquel lugar yo estaba feliz. Y vi a Titina, con sus patas traseras, caminando con mucha rapidez, dando saltos enormes por encima de los árboles… También yo podía caminar y eso me llenó de gran alegría. “¿Cómo podría ser?”, me preguntaba. En uno de los recesos de mi amiga rana, pude apreciar que no tenía patas naturales. ¿Qué era aquello?: eran patas hechas de un material especial, de goma, plástico, o algo así…

Antes del amanecer, abrí de pronto los ojos y “rodé” a toda velocidad hasta el dormitorio de mis abuelos y les conté mis andanzas con Titina y cuanto me había sucedido durante la noche. Mi abuelo se quedó pensando un rato. Luego salió a la calle con una sonrisa en los labios que me llenó de esperanzas.

Cuando regresó, venía todavía más sonriente, con un paquetico en sus manos. Mientras me lo entregaba me dijo: “Ahí está la solución de tus preocupaciones. Prepárate, que vamos a la Charca de los Amores”.

Cuando abrí el paquetico me quedé boquiabierto. Mi abuelo había comprado una ranita de goma del tamaño de Titina y un pegamento especial. A media tarde nos fuimos hasta el lugar en donde había dejado por última vez a la pequeña. Buscamos y buscamos, y ya con la noche a punto de caérsenos encima, dimos al fin con ella, escondida entre unos matojos. El sol se ponía, y la luz era muy escasa. Mi abuelo alumbró a la ranita con una enorme linterna que usaba en sus pesquerías. Estaba triste y sola, no había que ser muy inteligente para uno darse cuenta de que la ayuda del sapo no había sido una buena solución. Según mi abuelo me explicó, los comestibles de que se podía alimentar Titina eran los mismos que comía el sapo. Al paso del tiempo de seguro la pobre moriría de hambre, pues los sapos son muy comilones y este del cuento no dejaría nada para nadie.

Mi abuelo entonces tomó la ranita del suelo con mucho celo y me la puso entre las manos, diciéndome: “Está muy débil, ten cuidado no se te caiga”. Y yo le pregunté: “¿Qué vas a hacer, abuelo?” Él me respondió: “Confía en mí, tú que dices que yo soy un gran científico”.

Entonces el abuelo le cortó las patas a la rana de goma, y muy cuidadosamente, entre ambos se las fijamos a Titina con la ayuda del pegamento que trajimos. Una vez terminado el trabajo, mi abuelo me dijo: “Suéltala”. Obedecí, y la puse con cuidado en el suelo. Se quedó muy quieta, mirándonos con extrañeza, como si estuviera atada a las yerbas. De pronto dio un pequeño salto, y otro mayor, y otro aún más grande… ¡y se lanzó al agua!

Nadó y nadó y fue a subirse a una raíz que sobresalía del agua. Desde allí nos miró y hasta me pareció que nos guiñaba un ojo. Luego desapareció de la superficie de la quieta charca. Esta vez fue mi abuelo el que me guiñó el ojo derecho, y me puso la mano en el hombro como lo hacen los deportistas cuando ganan. En sus ojos vi un par de lágrimas y solo atinó a decirme: “¡Buen chico, caramba!”