Por Javier Feijóo

I

Era un día como cualquier otro, Michu dejaba que la brisa jugara con su pelaje, mientras él se adormecía en la terraza de la hogar donde vivía. Siempre había sido muy bueno en aquello de dormir y estar tumbado.

Sin embargo, esa tarde sintió algo que caía del alero del techo cerca de él. Haciendo gran esfuerzo, abrió los ojos y observó que tenía forma ovalada, además parecía bastante jugoso. Poniendo todo de su parte el felino se levantó y fue a oler aquello, ya saben el dicho: La curiosidad mató al gato. Después de olerlo, se aventuró a probarlo

—¡Umm que rico! —pensó—. Si no me equivoco esto es una semilla de mango.

       El animal la degustó con gran paciencia; una vez terminada la merienda, le propinó un zarpazo a lo que quedaba de la semilla para quitarla del medio de su camino, pero para su sorpresa esta en su trayectoria se elevó en el aire, chocó contra la pared de la casa y rebotó y volvió directamente a Michu, quien, gracias a sus reflejos de felino,

la atrapó. De pronto sus ojos le brillaron, los bigotes se le erizaron y comenzó a emanar de su pecho una emoción que nunca antes había sentido.

—¡Wuao, qué ha sido eso! Tengo que hacerlo otra vez —se dijo, y repitió la operación, y volvó a capturarla con gran éxito. Aquellas sensaciones lo invadieron, quería volver a realizar aquella maniobra, al fin había encontrado un objetivo en su vida, ahora sabía que estaba destinado a jugar con aquella semilla de mango.        

II

Todo iba bien aquella tarde en su acostumbrado paseo por los tejados. Kofu estaba muy alegre, ya que había encontrado en la basura, sobras de pollo y pescado, y como bien dice el dicho: “¡Barriga llena, corazón contento!” A la mitad de su recorrido escuchó un tac-tac-tac que le llamó mucho la atención; aquello era nuevo, él conocía el vecindario a la perfección: sus ruidos, rincones y animales, todo. Comenzó a seguir el sonido hasta que, de pronto, sus ojos no dieron crédito a lo que veía. Allá abajo en la terraza de una casa, estaba Michu jugando con una especie de pelota, la que hacía rebotar contra la pared. Kofu, con la mirada fija, seguía la trayectoria del juguete; las orejas percibían la resonancia de aquellos rebotes, que lo tenían hipnotizado. Hasta que, sacudiendo la cabeza, dijo:

—¿Ese gato dormilón de donde habrá sacado semejante entretenimiento? ¡Esa pelota tiene que ser mía!

Así que, echando a correr, trepó y giró, hasta caer en la terraza frente a Michu, quien, al verlo, se sorprendió mucho.

—Vengo a recoger ese juguete —dijo en tono intimidante el recién llegado.

—No es un juguete, es mi semilla de mango rebotadora y no veo por qué tenga que dártela —contesto Michu, acercándose un poco a la simiente que había quedado en el medio de los animales.

Ambos estaban con el lomo encrespado y se miraban fijamente, hasta que saltaron al unísono hacia la semilla. Los dos le cayeron encima, pero esta se resbaló por un costado de los asaltantes, golpeó contra la pared y regresó muy rápido a los gatos, golpeando a cada uno en la cabeza. Los felinos, al sentir el tremendo golpe, se separaron.

—¡Ay, ay me duele, qué clase de chichón tengo! —dijo Michu

— ¡Yo creo que me partió la cabeza! —decía Kofu.

Entonces se miraron y cada uno se echó a reír al ver el golpetazo que tenían. Observaron la semilla, que parecía que se reía de ellos, y asintieron al unísono. Entonces Michu la lanzó contra la pared y Kofu la alcanzó cuando rebotó, devolviéndola al instante para que su compañero pudiera realizar la misma acción.

Se pasaron el resto del día divirtiéndose, con lo cual dieron inicio a una gran amistad entre ambos gatos y la semilla de mango.