Por Georgina Herrera

Pobrecitos que éramos en casa.
Tanto
que nunca hubo para retratos;
los rostros y sucesos familiares
se perpetuaron en conversaciones.

“Familia… Hogar”
Madre y padre, vivos los dos,
tan viejecitos, pero
raíz al fin.
Mi esposo y yo, el tronco fuerte
del árbol del amor;
los hijos y los nietos
floreciendo, multiplicados.
En fin, la dicha verdadera,


nada costosa. Bastaba
cumplir el mandamiento:
Creced y multiplicaos.
Fue el tiempo de soñar.
¿Y el de lo cierto?
Centroamérica, Europa, el otro
mundo
Cada cual, a veces hasta sin despedirse
cogió su rumbo.

Soy
la sobreviviente,
la que está aquí,
la fuerte.
Solitaria.


El patio de mi casa

(Sí es particular)
Nadie adornó su espacio con arecas
ni se enredó en la cerca la piscuala.
Patio sin otro ruido
que el silencioso andarlo
de mis pies descalzos.
Sitio para mí sola, donde la ternura
y su modo simple de crecer y darse
como la hierba fina,
me fue vedado.
Patio donde el sonido de la lluvia
dejó su oficio de agua
para ir cayendo, espesa y contenida,
más bien como lágrimas.
Ancho para una celda. Camino
interminable se me hizo
de tanto darle vuelta y repetirlo.
Patio perdido y ya recuperado
pues regresa
desde el fondo de un sueño
como un hueco en la infancia.


Segunda fase: la maternidad

Mami:

El día es propicio
para salvar distancias.
Hasta las nuestras.
Por eso, te llamo
con un apodo familiar y antiguo.
Puede
empezar ya en ti el asombro, desde
el sitio en que estás, por estas
cosas que vas a oír:
¿Cómo pudo existir tan grande espacio
entre las dos? ¿Cómo
vivimos tantos años, sin que nada
fuese a ambas común?
Ahora
es que puedo entender. Y te agradezco
el desamor, la angustia,
el desamparo. Y
la total ausencia de esa sustancia
elemental que me hace
vivir sin nadie, en medio
de mil manos, deseando
una mano que impida
mi perenne caída inevitable.