Por Elieser López Cabezas

                La devoción es un arte insufrible.
                La acción es el eco de ese arte.

Tú. Despiertas. Te vistes. Te lavas la boca, te peinas. Te desperezas. Tomas café. Abres la puerta. Caminas hasta la parada de la guagua. Esperas. El ómnibus llega una hora después. Ya has rezado, dicho algunas maldiciones, cambiado de posición unas mil veces. Subes al vehículo, sientes cómo aprietan tu cuerpo, en un vaivén interminable y traicionero. Sigue la impaciencia. La incomodidad, pues no tienes suficiente dinero para ir en un taxi hasta el trabajo. Por fin llegas a la universidad. Como zombi impartes algunas clases sobre las teorías existencialistas. Comparas a Sartre con Biswanger, nadie entiende una mierda, pero sigues con el discurso metatrancoso que te define, sin percatarte de las caras estúpidas que los alumnos ponen en tus conferencias.

No entienden los conceptos básicos, el aquí y ahora, la continuidad de la existencia después de la muerte, la responsabilidad individual, la compasión. Sí, no saben un carajo de compasión, por eso mudan de pareja como de camisa, mudan de ideales como de sábanas, se mudan a sí mismos, en un caos de los cojones. Toda la cultura que tienes y siempre en la intimidad te expresas con palabras obscenas, con groserías sacadas de las pocas veces que saliste a la calle. Sí a la calle, no a un teatro o al cine a ver una película de Kurosawa, al terreno underground, donde encuentras prostitutas, narcotraficantes y asesinos. Allí la conociste. Alicia era una rara avis entre los demonios. Era un ser sombrío que traficaba con libros de Catulo y hablaba con frases de sabios muertos. Además, tenía unas tetas demoníacas y un culo tan caliente como el asfalto. Contigo fue soberbia. Una reina con su esclavo. Entre las sombras, en los callejones sin salida en los que se encontraban, te dejabas llevar por tu ama, por la dueña de tu cuerpo y espíritu, que te hacía sufrir las más terribles vejaciones y aún así se te caía la baba, de tanto placer, de tanta inmundicia que saboreabas sin control, como un autómata, como un gusano, que se retuerce entre la mierda, en la brea maloliente que emana del infierno. Eras feliz, extrañamente feliz. Parecías un náufrago en medio de la civilización, aunque, por supuesto, guardabas estos encuentros en secreto, los ocultabas bajo nueve llaves en una cámara acorazada, lejos de la luz del mundo, lejos de la muchedumbre charlatana que no entiende. Nadie comprende, lo que se siente cuando uno toca el pecado, lo prohibido, lo criticable. ¡Ah, también tú eras oscuro! Una sombra de la sombra. En esa ráfaga de extrañezas, te dejabas golpear, penetrar, escupir. Permitías que sobaran tus entrañas y peor aún que conociera tus deseos y miedos más terribles. Eras un amasijo de idiotez. Gregorio Samsa en acción. Pero, como por arte de magia, por la mañana, volvías a tu encumbrada personalidad de catedrático. A tus oscuras letanías de grandes pensamientos incomprensibles.

En una ocasión te encontraste con Alicia en pleno día. Te entró un terror inconmensurable. Ella te saludó con simpatía, como si fuera una amiga de la infancia, y no una dominatrix tremebunda. Comenzaste a temblar. Lloraste. Ella fue a acercarse. Y sucedió. Un carro salió de la nada y la atropelló en medio de la calle, dándose a la fuga. Corriste hasta donde estaba con un grito que se te atragantó de tan grande que era, la socorriste, ayudado por un desconocido la subiste a un taxi que pasó por allí en ese momento y la llevaste al hospital más cercano. Enseguida la entraron al salón. Mientras, llorabas como un crío que ha perdido a sus padres, a su ancla, en un mundo en continuo movimiento, donde el suelo siempre es una arena movediza. El destino es incierto, pensaste, cruel como una aplanadora o una sierra eléctrica. Sentiste frío, calor, ansiedad, miedo. El miedo es un sentimiento extraño, para alguien habituado a las excentricidades. Para ti, que jugabas con el dolor físico, con el sufrimiento del alma, que descendías al inframundo con una sonrisa en la cara. Pero ella era todo. Tu esencia misma. La maldad in situ, que te devoraba y te hacía feliz. Lo negro. Las maldiciones que saboreabas con gusto. Las tinieblas que penetrabas y poseías aún sin que se dieran cuenta. Virabas el juego, en ese instante en que sonreías, ahí estaba el triunfo, pues al final, toda esa vorágine de agonía era tu deseo. Lo único que no obtenías en tu cotidianidad. Te sentías completo en esos instantes. Macho. Viril. Seductor, que se complacía en entregarse. En sufrir, por cada poro, en vencer, al mismo tiempo que lo vencían.

Al cabo de unas horas la trajeron. Nadie se presentó para cuidarla, al parecer no tenía familia, amigos, ni pareja, era un ser solitario y desesperado que encontraba en esos encuentros de carácter abominable, una sinrazón deliciosa. Ahora, Alicia estaba con los ojos cerrados, dormida, como en un letargo. Es por la anestesia, dijeron los médicos. Tú vigilabas. Observabas el cuerpo de la joven con cierta misericordia, hasta ahora ajena a tu vida. Esperabas. Meditabas en el próximo paso, como si fuera el decisivo y tu mirada se perdió, de una vez y por todas, en el infinito.

Con este relato, este autor de La Habana obtuvo 1ra. Mención en Cuento para Adultos en el Concurso “Benigno Vázquez Rodríguez”, Los Arabos, Matanzas, Cubas, 2022. (N. del E.)