Por Olga L. Martínez

La brisa es su único cómplice. Sin remedio, las miradas la devoran. Acaba de trabajar. En el bolso, un regalo para la niña y el medicamento de la madre. El autobús demora y el móvil no para de sonar. No lo coge. Prefiere seguir soñando. Imagina otra realidad. Un auto frena ante sus narices y el conductor, un hombre bien atractivo, baja la ventanilla y la incita a subir. Ella titubea, no es prudente aceptar la invitación de un extraño. Pero… está tan cansada, que decide montar. Ser una mujer hermosa le ofrece ventajas. Él, la mira fijo como si la degustara.

El teléfono continúa sonando y lo rechaza. Avanzan y la conversación se torna amena. En él, van cambiando los motivos por los que la recogió y ella lo disfruta. ¿Quién dice que no puede cambiar el rumbo? ¿Por qué todo debe ser tal como se lo inculcaron? Está claro, ella decide por los próximos instantes.

Los segundos, parecen horas. Se detienen y él la invita a comer algo. Ella acepta, y al cruzar las primeras palabras se percatan de que tienen mucho en común y ríen. No siente miedo. Puede con su vida, con sus decisiones, con sus actitudes. Recuerda frases de un libro de Kris Vallotton porque está diseñada para reinar. No está casada y no fue su culpa la separación. Hubiera querido tener una familia perfecta y amar a su esposo durante toda la vida; al menos eso… había jurado ante los testigos y el juez. Pero no pudo soportar la violencia, el alcoholismo y las desidias. Se había desprendido de los vicios de la casa y de todo aquello que le impedía progresar. Ahora, era una mujer libre, necesaria, lista para emprender un nuevo camino y afrontar la vida. Por eso el encuentro le pareció una especie de suerte. Aquel hombre, a pesar de haberla recogido con intenciones casi imprudentes, mantuvo la compostura y a ella le pareció que su final no tenía por qué ser triste. 

 El teléfono volvió a sonar. Esta vez lo atiende. La reclamaban desde casa. “¿Por qué no has llegado?” —preguntó la madre. “Ayúdame con las tareas” —le reclamó la hija.

Y ella… queriendo vivir el momento donde un hombre desconocido aún, pero agradable, le pedía otro encuentro. Alguien que tampoco tuvo un final feliz en su matrimonio y que podría ser su destino. “¿Acaso Dios la había puesto ahí?” —pensó él. 

Colgó el celular. El viento frío le quemaba el rostro. Él lo había escuchado todo y no dijo nada. Le preguntó la dirección de su casa y emprendió el rumbo. Hubo silencio. Desde el auto podían vislumbrase las luces de una ciudad vacía, gritando por sus habitantes. Solo ella, médico, sabía a lo que se enfrentaba.

 A unos pocos metros de casa llamó a su madre y le dijo: “Llegaré más tarde, ¿Puedes ayudar a la niña con las tareas?” El silencio no se hizo esperar. Apagó el móvil y le miró a los ojos arrasadoramente.

               Aún muy joven era la noche.