Por Rodica Grigore

En un interesante estudio titulado Death Without Weeping (Muerte sin llanto – 1989)[1], Nancy Scheper-Hughes analizó en detalle, desde una perspectiva antropológica, las fuerzas que determinaron y mantuvieron el subdesarrollo y la pobreza en Brasil y en el continente latinoamericano en general. Especialmente durante el último siglo, muchos ámbitos (barrios, ciudades o regiones enteras) faltan de perspectiva y esperanza, y esta realidad es determinada en gran medida por la violencia manifestada en todas sus formas en este mundo, pero también de algunas de sus consecuencias, entre las que destacan el desarraigo, el exilio

(forzado, autoimpuesto o asumido), la soledad, la alienación. Posteriormente, la autora desarrollará el texto ya mencionado y el aparecerá, al cabo de unos años, en forma de un libro sustancial, con el mismo título. En las primeras páginas del mismo encontramos algunas de las preguntas que más preocupaban al autora, entre las cuales: ¿Qué sucede cuando la vida de las personas está marcada por la carencia, el hambre, el miedo y la desesperación, que puede ser, en estas condiciones, la ¿significado del amor? ¿Y cómo afectan los actos de violencia cotidianos a la autoconfianza del ser humano? ¿Todavía hay esperanza para el individuo que enfrenta una aniquilación espiritual que parece inminente?

       Nancy Scheper-Hughes ilustra muchas de sus observaciones con ejemplos de la literatura del continente, incluyendo, por inesperado que sea, extractos de las novelas de Clarice Lispector, la escritora brasileña que conmocionó, convenció y conquistó a los lectores del espacio cultural del Nuevo Mundo, dominado por una visión patriarcal (estética y ética). Así, la novela La hora de la estrella, publicada en 1977, poco después de la muerte de Lispector, representaría, a través del trágico destino de Macabea, una de las expresiones más evidentes de la indiferencia y la violencia enmascarada de la sociedad accionando contra los pobres y excluidos. Eso sí, si nos referimos a las formas más evidentes de violencia social o sus manifestaciones extremas, como guerras fratricidas o conflictos de todo tipo que marcaron la historia de América del Sur, a los inimaginables actos de tortura que aquí se produjeron, las expresiones violencia en La hora de la estrella o cualquier otro texto de Clarice Lispector parecen más bien abstractos, cerebrales y simbólicos. Pero es precisamente en este nivel simbólico donde radica su fuerza, que lleva al lector a meditar sobre la fragilidad de la condición humana e, indirectamente, sobre la imagen global de un mundo con demasiada frecuencia basada en el uso de la fuerza, el abuso y la brutalidad. Lo mismo ocurre en la creación de otros grandes escritores latinoamericanos que analizaremos en este libro, como Guillermo Cabrera Infante, José Donoso, Roberto Bolaño o Mario Vargas Llosa. No será, por supuesto, una lectura exhaustiva de sus trabajos, siempre que haya elegido, para cada uno de ellos, sólo unos pocos títulos (novelas o volúmenes de prosa corta) para ilustrar algunas coordenadas de la literatura latinoamericana contemporánea y especialmente la forma en que aquí se desarrollan y reconfiguran constantemente dos grandes temas: la violencia y el exilio.

         La filosofía occidental ha creído durante mucho tiempo que la violencia podría explicarse a través y desde la perspectiva de causas naturales, biológicas, sociales o políticas. Por lo tanto, solo aparentemente paradójicamente, algunos pensadores incluso han afirmado que unas formas específicas de violencia pueden, en determinadas condiciones, anular otras, y el recurso a la crueldad o las manifestaciones brutales se considera una especie de solución compensatoria a los problemas que la sociedad ha enfrentado en ocasiones. América Latina es, en el contexto del mundo contemporáneo, una de las áreas de violencia más marcadas, lo que se evidencia en muchos países, convirtiéndose en una realidad general, capaz de definir la nueva y trágica identidad del viejo Nuevo Mundo. Simbólicamente, México parece representar uno de los puntos más candentes del desencadenamiento de la barbaridad en este continente, pero también el espacio cultural donde ha habido, especialmente en las últimas décadas, numerosos intentos de definir y explicar esta nueva realidad, sobre todo a partir de la cuenta de la perspectiva de la relación entre el Estado y la violencia, como veremos en las novelas de Roberto Bolaño, Los detectives salvajes (1998) y 2666, donde la mayoría de las acciones en las que se involucran los personajes se desarrollan en México.

          Pero la violencia, a veces en las formas más inesperadas, también marca la extraordinaria novela de José Donoso, El obsceno pájaro de la noche (1970), y también el asombroso texto de Guillermo Cabrera Infante, Tres tristes tigres (1965), llamado novela por unos críticos, a pesar de la oposición declarada del autor. En América Latina, el problema de la violencia casi siempre aparece junto al sentimiento de inseguridad que experimentan comunidades humanas enteras cuando se enfrentan a las realidades de un universo en el que parece que solo la fuerza bruta puede hablar. Porque la violencia se ha convertido, lamentablemente, en una de las señas de identidad de la nueva identidad latinoamericana, una especie de «ciudadanía simbólica» (como la llamó Susana Rotker)[2], en tanto que las actitudes duras o duras han cambiado profundamente, especialmente en el último siglo, las relaciones entre personas de todo el continente, la violencia se convierte en una verdadera «obsesión omnipresente» en este mundo, dominando todo y pudiendo caracterizar cualquier cosa y casi cualquier persona. El fenómeno fue explicado, en parte, (y) por la difícil situación que atraviesan muchos estados latinoamericanos al final de las dictaduras que marcaron el continente, desde Colombia o Argentina hasta Brasil y Perú, pero también por las relaciones interpersonales e interestatales marcadas por las guerras que han tenido lugar en América Latina desde la independencia de los países aquí de las potencias europeas.

          La vida cotidiana de la gente ha cambiado gradualmente, el estado de emergencia se ha convertido en la regla, no la excepción, la escasez de alimentos o combustible es la norma, por lo que la supervivencia en condiciones difíciles se ha convertido en la preocupación más importante. Pero, ¿qué determina la fascinación del público por un tema como la violencia? ¿Qué significa un acto de violencia relatado en una historia o una serie de crímenes en una novela de cien páginas? Más allá de la inclinación hacia lo fácil sensacionalista y los detalles que sostienen la portada de los tabloides, el lector descubre, en todos estos textos, como intentaremos demostrar a lo largo de este libro, que la violencia expresa «el sentimiento trágico de la historia a través de la alegoría», como bien dice Walter Benjamin. La literatura que aborda el tema de la violencia en América Latina tiene, por tanto, el papel de acercar al lector otro lado de la historia del sufrimiento mundial, visto a través de los ojos de las víctimas, pero a veces desde la perspectiva de los agresores, para dar cuentas, de esta manera, por las posibilidades de salvar a una humanidad aprisionada en un círculo de horrores y barbarie del que a veces parece no poder o no querer salir. Lo cierto es que uno de los efectos del estallido de la violencia (no solo en América Latina), con implicaciones sumamente importantes, será el exilio. Porque, ante la cruda realidad de un mundo en el que el diálogo es anulado por la fuerza bruta o las acciones deliberadas de regímenes políticos autoritarios, el ser humano muchas veces optará por irse, la dolorosa ruptura de los lazos con su patria, su hogar, a veces incluso la familia, en un intento desesperado por salvarse. Y esto se refleja en la literatura, especialmente en la literatura latinoamericana del siglo pasado, si consideramos que, muchas veces, los propios escritores han tenido que enfrentar estos desafíos. Por ejemplo, Guillermo Cabrera Infante deja Cuba y su amada ciudad La Habana, para establecerse en Europa, luego de entrar en conflicto con el régimen de Fidel Castro. El chileno José Donoso pasa muchos años en el exilio en México, Estados Unidos y España, Roberto Bolaño (también chileno) teniendo una verdadera existencia de peregrino-exiliado, como sus protagonistas, atravesando América Latina por todas partes, para finalmente establecerse en Barcelona. No olvidemos el caso especial de Clarice Lispector, que llega muy temprano a Brasil, refugiándose su familia en Ucrania durante los pogromos de los años veinte del siglo pasado. Y los ejemplos pueden continuar.

          No será una sorpresa para el lector descubrir que muchos de los personajes que encontramos en la obra de estos escritores también enfrentan diversas formas de violencia, ya sea violencia física o simbólica, como en Tres tristes tigres, o incluso con la amenaza de un inminente fin del mundo (metafórico, como en El obsceno pájaro de la noche, o por el contrario, extremadamente real en todos sus datos históricos, si piensa en la gran novela de Mario Vargas Llosa, La guerra del fin del mundo). No sorprenderá que algunos de estos personajes encuentren en el exilio la única (o al menos posible) solución a todos sus problemas. Y todo se convierte en una especie de antídoto alegórico incluso frente a un mundo que se desmorona o incluso da la sensación de que está viviendo, a menudo con violencia, sus últimos momentos. Las imágenes apocalípticas no faltan, precisamente por eso, en los textos de los escritores que hemos considerado a lo largo de este libro, siendo el Apocalipsis, en la América Latina contemporánea (y en su literatura), una respuesta inesperada, quizás, al idealismo utópico que dominó este universo en el período posterior a la Conquista.

          “El exilio viene de lejos”, escribió St. John Perse; y es verdad. Porque el primer texto conocido dedicado al exilio en la cultura occidental es el firmado por Aristipo de Cirene, uno de los discípulos de Sócrates, cuyo título (citado por Diógenes Laertius) es En nombre de los exiliados[3]; después, Plutarco escribió el tratado Sobre el exilio. Y si algunas características del exilio contemporáneo corresponden a condiciones económicas, sociales o políticas específicas, hay una serie de elementos comunes a todas las épocas y a todos los exiliados, que discutiremos en los siguientes capítulos, haciendo referencia a la obra de los autores analizados en este libro. Los escritores en el exilio fueron a menudo vistos como prisioneros entre diferentes realidades, obligados a adaptarse a una forma de vida binaria, a pensar y a estructurar el material literario, asqueados o afligidos por las circunstancias que los hicieron irse (y que, a menudo, considerarán tan importantes que intentarán, incluso inconscientemente, separarse de su tierra natal y ya no podrán interpretarla como el hogar familiar), pero al mismo tiempo alimentando la nostalgia por los lugares que les quedan, aunque a veces ni siquiera ellos quiera o no pueda admitirlo (y el caso de Roberto Bolaño es quizás el más edificante en este sentido). Por un lado, intentarán configurar una nueva identidad, incluso literaria, pero también mantener, aunque sea discretamente, la antigua, muchas veces imposible de olvidar, prueba de que la propia condición del exilio permite a estos escritores y a sus lectores a explorar la complejidad de la identidad personal y humana.

          No nos detendremos ahora en otras explicaciones, dado que se desarrollarán en los siguientes capítulos de este libro dedicados a los significados del exilio y la violencia en la literatura latinoamericana del siglo XX. Hasta qué punto la violencia causa el exilio o cómo puede, en determinadas situaciones, incluso el exilio causar violencia (incluso a nivel lingüístico), especialmente en el complicado contexto del Nuevo Mundo, son las cuestiones principales que hemos tratado de aclarar en los análisis e interpretaciones dedicados a los cinco escritores y sus creaciones representativas de estos grandes temas de la literatura. Temas que se pueden expresar mediante dos símbolos, el tigre y la estrella, que encontramos en los títulos de dos de los textos que hemos considerado importantes para todo lo que significa la literatura latinoamericana contemporánea: Tres tristes tigres, de Guillermo Cabrera Infante, y La hora de la estrella de Clarice Lispector. Si el tigre encarna alegóricamente las imágenes de crueldad y poder, de fuerza a veces incontrolable, de violencia dominante, la estrella envía a un universo diferente, lejano, al que el ser humano se dirige con esperanza o quizás con miedo, así como sucedió con muchos de los exiliados (latinoamericanos o no) del siglo pasado, ya sean escritores o figuras literarias, que partieron de casa hacia países de la promesa que nadie les había prometido muchas veces, pero que eran (o al menos lo hicieron) les pareció), en un momento, la única posibilidad de salvación. Violencia y exilio, amenaza y esperanza, descubrimiento o redescubrimiento del mundo son algunas de las coordenadas que dominan buena parte de la literatura latinoamericana del siglo XX. O, en las palabras de Jorge Luís Borges del poema El otro tigre: “Es un tigre de símbolos y sombras/ una serie de tropos literarios/ y de memorias de la enciclopedia…”

Notas

[1] Nancy Scheper-Hughes, Death Without Weeping. The Violence of Everyday Life in Brazil, Berkeley, University of California Press, 1993, p. 4.

[2] Susana Rotker, Ciudadanías del miedo, Caracas, Nueva Sociedad, 2000, p. 129.

[3] Claudio Guillén, The Challenge of Comparative Literature. Translated by Cola Franzen, Cambridge, MA, Cambridge University Press, 1993, p. 19.