Por Jessica de la C. Díaz

Te cuelas nuevamente en mi vida. Inundas cada espacio que pobló tu risa, donde se posó tu mirada, donde me arrancaste un beso. Llenas de alegría mi soledad y haces avanzar las horas de aquellos hermosos e intensos momentos.

Te extrañaba tanto que al verte sonrío. Tú también lo haces, con un guiño de tus azabaches ojitos me regalas un perfecto instante de felicidad. Apartas de tu rostro el negro bosque de tus cabellos con un gesto y vuelves a sonreír. Entonces tomo tu mano, la aprieto, la acerco a mi corazón que con una sobrenatural fuerza intenta metérsele dentro.

Me ofreces una mirada comprensiva y me abrazas. Mi cabeza cae sobre tu pecho, escucho como compite tu corazón con el mío y te aferro a mí para que nunca más te escapes de mi lado. Respiro tu perfume, cierro los ojos; y al abrirlos…

El techo se me cae encima. Te me has escapado nuevamente, otra vez me has abandonado.

Vuelvo a caminar bajo la lluvia y no logro desprenderme de tu recuerdo, a cada minuto te pienso; y allí estás, eres real, esto no es una evocación, eres tú, pero estoy triste. Te miro y en tus ojos ya no hay brillo, un color grisáceo se apoderó de ellos, tu cabello se cae a mechones y en tu rostro se nota el reflejo de la muerte. Entonces te alejas y te pierdo. No has dicho nada, ni siquiera me has visto… o sí. Te pierdes y tras los cristales de la lluvia dibujas la silueta de un adiós.