Por René García

El español se caracteriza por su caudal expresivo, elasticidad sintáctica, vigor, versatilidad y copiosa cantidad de sinónimos que valen para otorgarles brillantez a las ideas. Son varias las personalidades que se han referido a las bondades de nuestra lengua  materna. Por ejemplo, Carlos V el Sabio (1337-1380), rey de Francia  que dominaba varias lenguas, declaró: “Hablo en español a Dios, en italiano a las mujeres, en francés a hombres y en alemán a mi caballo”. Narran, además, que en cierta reunión de intelectuales, Víctor Hugo, poeta, dramaturgo y político, calificado como uno de los más importantes escritores románticos franceses, al preguntar sobre el tema de los idiomas, dijo del español: “Ah, el español, es el idioma para hablar con Dios…”

Sin embargo, existe la tendencia a no tener en cuenta los signos de puntuación, decir malas palabras o hacer modificaciones sustanciales a lo que tiene por pauta la Real Academia Española (RAE); esta no es una práctica que se genera en la actualidad. Ya por los inicios del siglo XX el escritor francés Marcel Proust en su novela En busca del tiempo perdido, en decenas de páginas se extasía para referir los detalles más ligeros y habituales; sin el uso de signos de puntuación, pero como un nuevo estilo para poder reflejar el monólogo interior de sus personajes.

En la narrativa del siglo XX fueron numerosos los autores que hicieron innumerables tentativas para limitar el uso de los signos de puntuación; por ejemplo, en El otoño del patriarca, su autor, Gabriel García Márquez, con un estilo muy singular utiliza largos párrafos, con escasos signos de puntuación (predominando los puntos seguidos y el punto y aparte).

El escritor polaco Jerzy Andrzejewski publicó en 1962 la novela Las puertas del Paraíso, con solo dos frases; de esta obra se especula que se encuentra la frase más larga de la literatura, frase que está formada nada más y nada menos, por cerca de 40 000 palabras, entre las que el lector no hallará signos de puntuación.

Otra práctica muy usual es la de simplificar las palabras; procedimiento esgrimido desde la más remota antigüedad, dependiendo, entre otras razones, por el espacio y el tiempo disponibles para escribir. Además, utilizamos una infinidad de siglas (nuestro mundo actual está lleno de siglas, que empleamos por una razón de comodidad o prontitud).

Otras peculiaridades de la época en que vivimos se observan en el uso de palabras obscenas a toda hora y en cualquier lugar, en títulos y letras de canciones, videos clip y spots de muy mal gusto; gestos groseros que van mucho más allá de hábitos y costumbres de un grupo poblacional, de un grupo etario o de un sector determinado de la sociedad, con tales manifestaciones chocamos a diario de un extremo a otro del país.

Algunas personas, e incluso prestigiosas instituciones, opinan que un lenguaje grosero y vulgar incrementa fuerza a lo que se expresa, despiertan la creatividad o tal vez solo sea reflejo de un vocabulario tristemente deficiente o limitado.

Algunos términos poseen un significado específico para las personas de una determinada profesión; son parte de su jerga o lenguaje diario; pero utilizados en un marco diferente, pueden reducir su capacidad para comunicarse, resultar rimbombantes, incomprensibles o ser ofensivos; otros términos, por tener un doble sentido, pueden ser humillantes o infamantes.

Una exigencia básica del buen vocabulario es que sea claro y comprensible; si los escuchas no decodifican con facilidad las palabras que utilizamos, les parecerá que les hablamos en otro idioma o en jerigonza. Las frases naturales y bien elegidas comunican las ideas con fuerza, y si deseamos que el espectador recuerde, es mejor expresarlas con sencillez y concreción.

Las adecuadas palabras no escasean, ni están en desuso. En la actualidad prácticamente cualquier dato o información queda registrado; en cuanto al léxico total de un idioma, es muy difícil ofrecer cifras específicas, debido a que puede haber grupos poblacionales donde se empleen algunos vocablos propios o se haga solo de forma oral y resulte imposible encontrar registros por escrito de ellos.

En el caso del español, se puede acudir al diccionario de la RAE, entidad cultural dedicada a reglar lingüísticamente el español y que desde el año 1780 también se encarga de publicar el Diccionario de la Real Academia Española (DRAE) y preguntar:

P.: “¿Cuántas palabras contiene el diccionario de nuestra lengua española?”

R.: “Pues bien, en la última revisión que realizó la institución se había contado un total de 93 111 entradas, incluyendo además 19 000 americanismos con entrada propia o incorporados como acepciones. Esto supondría que ciertamente el español superaría los 120 000 vocablos”.

P.: “Con tanta variedad de vocablos, ¿sería necesario recurrir a las malas palabras o vulgarismos y expresiones groseras? Utilizar estas expresiones posiblemente sea muestra de un lenguaje irreflexivo, espontáneo o descortés. Por otra parte, el buen decir regocija el oído del oyente. Hallar los términos convenientes no presume un esfuerzo especial al que no puedan llegar los seres humanos. Las buenas palabras están al alcance de todos”.

Más de 500 000 000 en el mundo entero, tienen el privilegio de ser usuarios del español o castellano como principal herramienta de comunicación y este privilegio debe comprometernos a hablarlo y escribirlo con corrección y sentido de la pertenencia. Este será el mejor homenaje que podemos dedicar al idioma ideado para hablar con Dios…”