Por Sylvia Zárate Mancha


El poeta buscó sus gafas para leer, ya no era joven y tenía que ver a través de ellas. El tiempo resultaba un amigo incómodo, no era el mismo. La luz de la computadora le molestaba, sus antiguas máquinas mecánicas estaban en el cuarto de los objetos guardados y olvidados, que solo acumulan polvo y arañas. Sin embargo, las extrañaba, así como su juventud en que no tenía que usar anteojos para escribir ni pagar internet. Caminó hacia el comedor, echó un rápido vistazo, solo vio los platos sucios llenos de restos de comida. Había bebido dos días seguidos sin haber perdido el juicio, era un buen bebedor. Ahora su vista recorría el sofá donde se había dormido esperando a las musas, que esta vez no llegaron. Llevaba varios días sin poder terminar una novela, acerca de la frivolidad y la condición humana en muchos escritores. Le faltaba el último capítulo, que prácticamente era innecesario, pues en los anteriores había descuartizado con satisfacción extrema a sus colegas. Miró el reloj de pared, marcaba las 10:00 a.m. Pensó que era tarde, se dispuso a preparar un café, encendió un cigarrillo, a pesar de las advertencias médicas de un posible enfisema pulmonar si seguía fumando. Ya con el café en la mano, volvió al estudio y se dispuso a continuar la novela, que trataba de un grupo de amigos que se decían escritores y poetas; los mismos creaban grupos, asociaciones, con la finalidad de publicar sus obras en todos los posibles espacios culturales y en las redes sociales.

Volvió a leer el quinto capítulo, de su voluminosa y bromosa novela; mientras lo leía los ojos de Leonardo brillaron de súbito y festejó su obra, a la vez que su boca se extendía en una socarrona sonrisa. Sus dedos dispuestos en el teclado de su computadora, se movieron con rapidez y escribió:
     «Luis festejaba sus éxitos literarios con amigos reales y virtuales, sumaban miles, aunque a muchos ni los conocía ni sabía nada de su formación humana ni académica, quienes lo felicitaban con inaudita euforia y cursilería. Hasta había obtenido la “Pluma de Oro”, otorgada por una página virtual, que agrupaba a toda clase de individuos autonombrados escritores, poetas y artistas. Luis gozaba de compartir sus textos, que él llamaba esenciales para aprender a escribir. Introducía sin ética ni decoro algunos versos de autores consagrados. En una ocasión, Luis fue cuestionado por ello, pero su petulancia y lisonjas constantes de sus amigos y autoridades lo hicieron inmune a esas críticas, y en ocasiones hasta demandas por plagiar a autores. El premio otorgado era lo máximo que el escritor había recibido en su trayectoria. Tanto que se dispuso a imprimir el reconocimiento que lo acreditaba como campeón por cinco ocasiones de la “Pluma de Oro”.»
     Leonardo sintió repulsión y se detuvo, encendió otro cigarrillo. Las ideas golpeaban la cabeza del escritor y recordaba cuando un grupo de escritores lo rechazó por no reunir los requisitos solicitados por una asociación regional, que se dedicaba a publicar a sus integrantes en forma exacerbada rayando en lo ridículo y los ponía en el pináculo de la perfección literaria. El viejo escritor, era todo un autodidacta literario, esto le había llevado casi toda la vida, conocía a la perfección a los autores romanos, griegos, a los clásicos, modernos y hasta a los best sellers. Su cultura era grande, por lo que fácilmente podía distinguir y valorar y hasta oler a un buen escritor; conocía bien los tipos de endecasílabos, hexasílabos, dodecasílabos, alejandrinos, versos rimados, sueltos, blancos, así como todas las técnicas narrativas que dominaba a plenitud. Con toda esa carga cultural, Leonardo se convertía en un juez implacable al leer y calificar la obra de los que se decían sus colegas. En una ocasión, cuando se disponía a desayunar sin apetito, dejó la taza de café en la mesa y abrió su computadora, vio en el inicio de la aplicación social cómo una matrona casi se infartaba al recibir un diploma a la excelsitud literaria, de parte de un grupo literario, por su poema “Las alas zurcidas”, que comenzaba así: “Alas de azúcar, / alas de miel…” Y al final, decía: “Con tu amor día a día / me las has zurcido.” El viejo escritor sintió que el café lo ahogaba. No lo podía creer. ¿Es que existe tanta ignorancia, banalidad y estulticia en las redes? De la ira primaria, pasó a la burla y, finalmente, a las carcajadas, que imitó su viejo loro desde otra habitación posado sobre un tronco habilitado para el ave. “¿Cómo ves, Merolico? Ya cualquiera es artista. Basta con compartir su foto editada, acompañada de unas líneas para que la gente se vuelque en halagos y aplausos inmerecidos. Y es que la internet se ha convertido en fábrica de talentos”, le decía al loro. La publicación de la regordeta mujer llegaba a los 350 “Me gusta”; en tanto, un poema de Octavio Paz solo llegó a 2 “Me gusta”. Y las personas que se atrevieron a comentar con inocencia de recién nacido le escribieron un sinfín de halagos: “Eres la nueva Sor Juana”, “Te mereces el Premio Nacional”; y así, en ese tenor, se sucedían las felicitaciones. Merolico no dejaba de imitar el sonido de la risa de su dueño y repetía: “¡Al carajo, pendejos!” Y es que la ganadora del “tremendo” premio, gustaba de llevar o mandar regalo a cuanto periodista y autoridades de cultura conocía. A Leonardo le parecía que la línea de la ficción con la realidad, en muchas ocasiones se fusiona.
     De nuevo posó sus dedos en el teclado y escribió:
     «El engreído de Luis miró la hoja impresa de su premio, la colocó en un marco burdamente dorado que había estado con otros veinte…, todos esperando la consabida hoja o cartoncito que llenara y derramara su ego. Bien sabía el seudoescritor de sus limitaciones literarias, como su escasa cultura, situación que disfrazaba consultando continuamente a Google; incluso, copiaba las fichas y las trasladaba a sus publicaciones y comentarios virtuales. Los pocos libros que había leído eran los obligados en su educación básica, media superior y superior que truncó por haber embarazado a una compañera de estudio, motivo que lo obligó a trabajar desde temprana edad y así llevar el sustento diario. Luis había engañado a sus amigos, a colegas y a todo el que se le pusiera enfrente con su pretendida cultura exprés; y ahora con el nuevo premio que acariciaba como si fuera un hijo, procedía a colgarlo en una de las paredes de su casa. La frustración del escritor era inmensa y se repetía: “Tengo que aparentar ser. No puedo seguir cayendo en el hoyo.” Por ello, convocaba a amigos, periodistas, a talleres y a muchos actos colectivos para sobresalir. Todo esto, se agolpaba en su cerebro y festejada haber engañado a todos. Jamás pensaba en los otros, en los eruditos, en los inteligentes, ellos no entraban en su círculo. Las manos que lo aplaudían eran de gente simple o inculta. No dejaba de mirar su reconocimiento y pensaba cuánto le había costado aquel papel enmarcado. Un universo de engaños, y hasta pérdida de la dignidad. Su mente ahora era un huracán, sintió un mareo al recordar que habiendo sido jurado de un concurso poético, no había leído a los participantes, solo esperaba a que su compadre le pasara por vía internet el nombre del propuesto a ganador.»
     Leonardo sabía que su personaje ficticio era real, no era Luis, eran muchos así. Merolico interrumpió su soliloquio, al gritar: “¡Al carajo, pendejos!” El poeta reaccionó, y le gritó: “Tú si sabes reconocer el talento y mandar a la basura a los falsos escritores.” Sabía que el último capítulo estaba por demás escribirlo. Reflexionaba y se decía: “Es ocioso, una repetición de los anteriores capítulos”. Pero cómo no terminarlo. Él conocía muy bien a todos esos farsantes, y como hombre probo sentía la necesidad de denunciar ese mundo. Los dedos del escritor se posaron en el teclado y escribió: “Fin”.