Por Octavio Pérez


Hace muchos años residía en la capital un hombre muy rico. Su hijo enfermó y no curaba. Los mejores médicos le habían visto, sin hallar la medicina que quitara sus males.
     El padre tuvo suerte para los negocios y poseía fábricas y tierras, pero era muy desdichado. Decidió, costara lo que costara recuperar la salud perdida de su único heredero.
     Cierto día que nadie precisa, un viejo muy sabio le dijo que en el Escambray vivía el hombre más saludable del mundo y que poniéndose su camisa se curaba uno de todas las enfermedades.
     Esperanzado, lo más rápido que pudo, hizo los preparativos y se fue en busca de quien le devolvería el sosiego. Seguro estaba que con la fortuna que disponía conseguiría comprar la camisa prodigiosa.
     A todos preguntaba por la existencia del personaje y ninguno podía darle referencias. No desmayó y continuó la búsqueda. Frecuentaba lugares de gran afluencia de público: parques, cines y hasta prostíbulos de las ciudades y pueblos cercanos a la cordillera.
     Cuando prácticamente aseguraba que el viejo le había mentido, tomó asiento en un lugar alejado del bullicio y un transeúnte inició este diálogo:

     —Oiga, ¿se siente mal?
     —No, me siento bien, gracias, —contestó el desconocido.
     —¿Es usted de por aquí?
     —No, de La Habana —refirió.
     —Bueno… si en algo pudiera ayudarlo.
     —No… no creo —expresó con desaliento y agregó: —Pero de todas maneras le diré que vine hasta aquí porque mi único hijo está muy enfermo y la forma de curarlo es que consiga ponerse la camisa del hombre más saludable del mundo que vive allá en el Escambray, yo no sé dónde.
     —Pues, mire, yo puedo decirle…
     Un destello de alegría cruzó por el rostro del padre rico y casi suplicó al desconocido que le contara, que le informara cómo llegar hasta la persona que tanto buscaba.
     —El hombre más saludable del mundo está en esas lomas, hay que buscarlo bien y estoy seguro de que lo encontrará.
     Quiso pagar por la referencia, pero no aceptaron su dinero; recibió a cambio el deseo de que tuviera suerte y lograra lo que se proponía.
     Al padre angustiado le sorprendió la noche en la subida de las primeras estribaciones al timón del Willy que para ese menester había comprado.
     Una familia humilde le ofreció albergue y le contó cuál era el objetivo de su venida hasta tan apartado rincón. Guardaron silencio, porque en aquella casa nada se conocía de la existencia de alguien con semejantes características.
     Este padre jamás perdió la fe y continuó creyendo que con dinero podía encontrar al hombre que procuraba.
     Pasaron días y nada. Entonces adquirió un buen caballo y desapareció en las soledades del monte, por donde nadie camina.
     Pasó tiempo sin que se supiera de él, como se lo hubiera tragado la hojarasca. Desesperado, vagó en medio de bosques interminables. Campesinos dispersos de vez en vez lo ayudaban a pernoctar y otras sobrevivía de lo que la naturaleza prodigaba, pero se mantenía firme.
     Ya su obstinación iba más allá de los límites de la razón y en este clímax encontró, en el camino a un viejo de barba muy larga: latió con violencia su corazón ante la presencia del anciano:
     —Buen hombre. Tú que eres capaz de saber la semilla que nacerá en estas lomas, dime dónde puedo encontrar al hombre más saludable del mundo. Si mi hijo se pone su camisa, se curará y no padecerá de más enfermedades.
     —Siga por ese mismo camino y lo encontrará, aunque yo le aconsejaría que vuelva sobre sus pasos, porque con dinero no va a poder devolverle la salud a su hijo.
     —¡Yo pagaré! Sé que cada cosa tiene su precio en la vida. Daré todo lo que poseo si es preciso, para que mi hijo sea fuerte y feliz.
     —Siga, señor, y pague el precio de su experiencia, ya que hace bastante tiempo yo pagué por la mía.
    Hombre y jamelgo siguieron aquel trillo, en un sueño, con muchas nubes atravesando las ramas de los árboles y otras quietas ahí, como gigantescos almohadones. ¿Cuánto hubiera deseado reclinar su cuerpo allí?, pero su imaginación mezclaba la fantasía y la realidad. Había llegado al punto más alto del a cordillera, donde daba la impresión de que las copas de los pinos rasgaban el techo del cielo.
     No sabe él cuánto duró ese éxtasis. A la orilla del camino encontró una casita rústica con jardín, y otro venerable longevo.
     —Buen hombre. Dime dónde puedo encontrar al hombre más saludable del mundo. Si mi hijo se pone su camisa curará y no padecerá más de enfermedades.
     El ancianito lo observó compasivamente, quizás queriendo ser franco y no hiriente en la respuesta.
     —Yo soy el padre del hombre más saludable del mundo y existe algo que usted no conoce: mi hijo, nunca en su vida se ha puesto una camisa…