Por Jonathan Sánchez

El camionero disminuyó la marcha para sintonizar alguna emisora de radio que valiera la pena. No le gustaba conducir y a la vez enfocarse en la petulante rayita plástica que recorría la línea de las frecuencias de la AM y FM. Era ferviente convencido de que el timón se agarra con las dos manos y la vista se mantiene en la carretera mientras dure el viaje. Además, el radio del camión no funcionaba e iba a usar su nuevo radio soviético de baterías recién comprado en Cárdenas; no quería fustigar la ruedita de sintonización con sus gruesos y callosos dedos por prestarle más atención al camino que a ella. Cuando logró dar con una de las últimas canciones de Van Van, tuvo que pisar el freno a fondo y cerrar los ojos por el pánico.
     El camión se detuvo. El conductor sintió un golpe seco. Supuso que el muchacho repentinamente salido al encuentro de la mole rusa de hierro, había sido atropellado.
     —Señor  —escuchó—. Señor, ¿me haría un favor?

     El camionero sacó la cabeza a través de la ventanilla. Allí abajo, junto al camión, el muchacho de unos veinte y tantos lo miraba con cara de desespero. Suspiró aliviado. Soltó el “Dime, chama” más débil de su vida.
     —¿Puede adelantarme hasta Loma Verde? Llevo dos horas caminando en estos matorrales para encontrar la carretera y no creo que me queden fuerzas para llegar al pueblo.
     El camionero hizo un breve gesto con la boca para hacer subir al muchacho, quien al instante se apoderó del asiento del copiloto.
     —Muchas gracias —dijo el chico en el momento en que la mole comenzaba a rodar de nuevo—. Lucio, para servirle.
     Sonreía, sonreía espléndidamente. El corte de pelo a la moda, la piel que, aún sudada y enrojecida por el sol, parecía tersa, y aquella mano extendiéndose para ser apretada en son de saludo, daban la impresión al camionero de que el muchacho era un alma de Dios perdida en el kilómetro más olvidado del camino a ningún lugar. La mano extendida relucía tres anillos muy peculiares.
     —Gilberto —demoró en responder. Los anillos lo hipnotizaban.  Apresuró la vista hacia el horizonte al percatarse de que Lucio era consciente de cómo miraba las joyas.
     Estuvieron en silencio par de minutos. Lucio observaba los infinitos espacios de verdor más allá del pavimento. Gilberto intentaba no caer en la tentación de mirar los anillos.
     —Tú no eres de por aquí, ¿verda’? —cuestionó Gilberto; era su burdo recurso para aflojar la tensión.
     —¡Hombre, no! Soy de La Habana. Estaba por aquí en asuntos de trabajo.
     ¿Asuntos de trabajo?, pensó el camionero. ¿Qué tipo de trabajo puede hacer un chiquillo “fino” en el fin del mundo?
     —Por estos lugares na’ má’ trabajan guajiros brutos, no chamacos como tú. Se nota que nunca has tenido ni una ampolla en esas manos.
     Gilberto se vio en el retrovisor. No era guajiro pero estaba igual de bruto que cualquiera de ellos.
     —¿A qué te dedicas? —continuó—. ¿Eres profesor en algún caserío de esta zona?
     A Lucio se le fue una sutil mueca de los labios, como de risa burlona.
     —¿Profesor, yo? Para nada. Soy funcionario de la ICIM. Estaba metido en un caso importante en la Finca Ibarra. ¿La conoces? —lanzó una mirada de duda al chofer—. Está abandonada. En medio de la finca hay una vieja casona. Tres pisos y no sé cuántos metros cuadrados llenos de fantasmas.
     —Lugares así siempre tienen muchos fantasmas… pero… ¿qué es la ICIM?
     El joven le dedicó un gesto de soslayo como se lo dedicaría a un niño distraído, un maestra de poca paciencia.
     —Instituto Cubano de Investigación Mística. Es raro que no lo conozca, ya está al cumplir diez años. En fin, se supone que el equipo principal de funcionarios celebraría la primera década del instituto en un rancho cercano… ¡Ah! ¡No! ¡Qué va! Al director se le ocurrió mandarnos a la finca antes de la fiesta.
     —¿Por qué? —luego de preguntar, Gilberto dejó caer la vista en los anillos por unos segundos.
     —Lo de siempre: sobrecumplimiento, emulación, la “tarea imperiosa” de catalogar los sitios de interés místicos para el bien social. Justificaciones panfletarias —Lucio sabía que el conductor no entendía la mayoría de esas palabras  —. Y, bueno, nos metimos en la casona por respeto al salario y con muy mala cara.
     —Yo a ti no te veo con muy mala cara ahora.
     —¡Ja! Debe ser porque, como dice mi mamá, lo que sucede conviene.
     —¿Te convino ir a la casona? Creo que si te convino no hubieras caminado por to’ el monte.
     —No se deje engañar, Gilbertico —el joven tragó en seco. Escudriñó el interior de la cabina, buscando las palabras precisas para expresar lo que quería decir. No obstante, calló.
     —¿Esos anillos son de oro? —se le fue con total naturalidad.
     El muchacho alzó la mano adornada por los anillos y la puso justo frente a la cara de Gilberto. Sonrió. Gilberto también.
    —A esto me refería con “lo que sucede conviene”, amigo. Anillos de oro, bellos, magníficos. Ir a la casona es lo mejor que me ha pasado este año. No estás viendo cualquier tipo de joyas. Estos anillos son legendarios. Los historiadores místicos más viejos cuentan que cada uno fue forjado bajo las órdenes de los antiguos dioses de la muerte de las grandes culturas precolombinas.
     —¿Las culturas qué…?
     —Precolombinas. El dios Inca de la muerte, Supay, mandó a forjar el del dedo índice; el azteca Mictlantecuhtli, el del dedo del corazón y el maya Señor de la Muerte, Yum Kimil, el del anular. Claro, eso dicen las leyendas. Lo único que se sabe a ciencia cierta es que son muy viejos y valiosos. No es de extrañar que estuvieran en la Finca Ibarra. Esa familia se ahogaba en dinero; aunque estoy seguro de que no sabían lo que tenían bajo su techo, los fantasmas menos. Hay que venderlos ya.
     —Yo… no sé si son de los dioses pero están bonitos. Deberías regalarme uno por tirarte el cabo de llevarte a Loma Verde.
     Lucio soltó la carcajada y negó con la cabeza divertidamente.
     —No inventes, Gilbertico. No obstante, tranquilo. Quería decirte que si me llevas a la casa de un anticuario clandestino que hay en el pueblo, te daré un buen porcentaje de lo que el tipo pague. Tengo que deshacerme de los anillos rápido, me fui de plena investigación en la finca porque no podía dejarme ver por mis compañeros con estas cositas lindas. Ahora seguro andan preguntándose dónde estoy.
     —Creo que me sirve el negocio.
     —Por supuesto que te sirve. El anticuario pagará bien. Es una lástima que no estemos en La Habana. Hay anticuarios allí que darían mucho más. Algunos coleccionistas darían lo que fuera. A la gente, durante siglos, le ha llamado tanto la atención el poder de los anillos, que es normal ver a la persona pudiente tirando la casa por la ventana para tenerlos.
     —¿Poderes y to’?
     —Sí, poderes y todo. Dicen los cuentos que si te mueres con los tres anillos encima, vas a quedarte en este mundo eternamente, con los vivos para siempre. Olvídate del Más Allá y del descanso eterno. La gente es fanática a esta mierda.
     El camionero apagó la radio. Hacía mucho que la canción de los Van Van había acabado.
     —El negocio me sirve, pero más me sirve hacerlo yo solito en La Habana.
     Lucio ladeó la cabeza con curiosidad. Un puñetazo de Gilberto lo arrojó contra la puerta.
     —Dame los anillos o te lanzo del camión.
     Las manos del muchacho temblaban. Se quitó los anillos, tan veloz como su nerviosismo se lo permitió. Gilberto se los metió en el bolsillo de la camisa.
     —Ahora, calladito hasta Loma Verde… y cuando te bajes, procura desaparecer del mapa. No te lo voy a decir dos…
     Por primera vez en quince años, Gilberto no le prestó el suficiente cuidado al camino. Por primera vez en quince años, Gilberto no posaba ambas manos en el timón. Los anillos fueron demasiados llamativos. No le dieron oportunidad de ver al tractor que venía directo hacia el camión.
     Salieron disparados a través del parabrisas. Dos muñecos de carne, impotentes ante las violentas fuerzas físicas del choque. Lucio supo que el vidrio cortó su carne, aunque no le dolió. Supo además, que su cuerpo rebotó varias veces en el pavimento, aunque tampoco sintió nada.
     El caminero sí notó, notó su cuello partirse, el cráneo crujir. Luego no sintió más, hasta que se espantó al observar su propio cuerpo mutilado desde varios metros de distancia. Estaba muerto.
     Lucio se acercó. Los ojos desorbitados, ni rastros de heridas. El camionero había perdido las heridas igual.
     —Te moriste, hijo de puta… —gritó el muchacho— y con los anillos encima. No descansarás jamás, estúpido.
     Gilberto quedó pensativo. Pensó que apreciar el cadáver del conductor del tractor ardiendo dentro del vehículo en llamas era mejor que ver el suyo propio.
     —Imposible que tú hayas sobrevivido a eso. Hay algo raro. No tienes ni una uña partida. Tú también estás muerto. No tenías los anillos puestos ahora, así que te moriste antes.
     —No hables mierda. Estoy vivo.
     —¿Y qué pasa si no te acuerdas? A lo mejor te moriste cuando llevabas los anillos en los dedos.
     Lucio echó otra carcajada.
     —A ver, fantasma de camionero… deberías trabajar en la ICIM. Has creado una teoría genial en un segundo.
     —Yo no sé na’ de teorías y esas cosas, chama. Na’ má’ me acuerdo de que antes de recogerte, pensé que te había choca’o.     


Con este cuento el autor obtuvo Primer Lugar en el Encuentro-Debate Municipal de Talleres Literarios, 2022. Marianao, La Habana. (N. del E.)