Por Italo Calvino

Para empezar os contaré una vieja leyenda. El emperador Carlomagno se enamoró, siendo ya viejo, de una muchacha alemana. Los nobles de la corte estaban muy preocupados porque el soberano, poseído de ardor amoroso y olvidado de la dignidad real, descuidaba los asuntos del Imperio. Cuando la muchacha murió repentinamente, los signatarios respiraron aliviados, pero por poco tiempo, porque el amor de Carlomagno no había muerto con ella. El Emperador, que había hecho llevar a su aposento el cadáver embalsamado, no quería separarse de él. El arzobispo Turpín, asustado de esta macabra pasión, sospechó un encantamiento y quiso examinar el cadáver. Escondido debajo de la lengua muerta encontró un anillo con una piedra preciosa. No bien el anillo estuvo en manos de Turpín, Carlomagno se apresuró a dar sepultura al cadáver y volcó su amor en la persona del arzobispo. Para escapar de la embarazosa situación, Turpín arrojó el anillo al lago de Constanza. Carlomagno se enamoró del lago de Constanza y no quiso alejarse nunca más de sus orillas.

     Esta leyenda, “tomada de un libro sobre la magia”, se cuenta en una versión aún más sintética que la mía en un cuaderno de apuntes inédito del escritor romántico francés Barbey d'Aurevilly. Figura en las notas de la edición de la Pléiade de las obras de Barbey d'Aurevilly (I, pág. 1315). Desde que la leí, ha seguido representándose en mi mente como si el encantamiento del anillo continuara actuando a través del cuento.
     Tratemos de explicarnos por qué una historia como esta puede fascinarnos. Hay una sucesión de acontecimientos, todos fuera de lo corriente, que se encadenan unos con otros: un viejo que se enamora de una joven, una obsesión necrófila, una tendencia homosexual, y al final todo se aplaca en una contemplación melancólica: el viejo rey absorto en la contemplación del lago. “Charlemagne, la vue attachée sur son lac de Constance, amoureux de l'abîme caché”, escribe Barbey d'Aurevilly en el pasaje de la novela a que remite la nota que refiere la leyenda (Une vieille maitresse).
     Hay un vínculo verbal que crea esta cadena de acontecimientos: la palabra “amor” o “pasión”, que establece una continuidad entre diversas formas de atracción; y hay un vínculo narrativo, el anillo mágico, que establece entre los diversos episodios una relación lógica de causa a efecto. La carrera del deseo hacia un objeto que no existe, una ausencia, una carencia, simbolizada por el círculo vacío del anillo, está dada más por el ritmo del relato que por los hechos narrados. Del mismo modo, todo el cuento está recorrido por la sensación de muerte en la que parece debatirse afanosamente Carlomagno aferrándose a los lazos de la vida, afán que se aplaca después en la contemplación del lago de Constanza.
     El verdadero protagonista del relato es, pues, el anillo mágico: porque son los movimientos del anillo los que determinan los movimientos de los personajes, y porque el anillo es el que establece las relaciones entre ellos. En torno al objeto mágico se forma como un campo de fuerzas que es el campo narrativo. Podemos decir que el objeto mágico es un signo reconocible que hace explícito el nexo entre personas o entre acontecimientos: una función narrativa cuya historia podemos seguir en las sagas nórdicas y en las novelas de caballería y que sigue presentándose en los poemas italianos del Renacimiento. En el Orlando furioso asistimos a una interminable serie de intercambios de espadas, escudos, yelmos, caballos, dotados cada uno de propiedades características, de modo que la intriga podría describirse a través de los cambios de propiedad de cierto número de objetos dotados de ciertos poderes que determinan las relaciones entre cierto número de personajes.
     En la narrativa realista, el yelmo de Mambrino se convierte en la bacía de un barbero, pero no pierde importancia ni significado; así como son importantísimos todos los objetos que Robinson Crusoe salva del naufragio y los que fabrica con sus manos. Diremos que, desde el momento en que un objeto aparece en una narración, se carga de una fuerza especial, se convierte en algo como el polo de un campo magnético, un nudo en una red de relaciones invisibles. El simbolismo de un objeto puede ser más o menos explícito, pero existe siempre. Podríamos decir que en una narración un objeto es siempre un objeto mágico.

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En una palabra, en las versiones medievales recogidas por Gaston Paris falta la sucesión en cadena de los acontecimientos, y en las versiones literarias de Petrarca y de los escritores del Renacimiento falta la rapidez. Por eso sigo prefiriendo la versión contada por Barbey d'Aurevilly, a pesar de ser esquemática, un poco patched up; su secreto reside en la economía del relato: los acontecimientos, independientemente de su duración, se vuelven puntiformes, ligados por segmentos rectilíneos, en un dibujo en zigzag que corresponde a un movimiento sin pausa.
     Con esto no quiero decir que la velocidad sea un valor en sí: el tiempo narrativo puede ser también retardador, o cíclico, o inmóvil. En todo caso el relato es una operación sobre la duración, un encantamiento que obra sobre el transcurrir del tiempo, contrayéndolo o dilatándolo. En Sicilia el que cuenta historias emplea una fórmula: “lu cuntu nun metti tempu” [el cuento no lleva tiempo], cuando quiere saltar pasajes o indicar un intervalo de meses o de años. La técnica de la narración oral en la tradición popular responde a criterios de funcionalidad: descuida los detalles que no sirven, pero insiste en las repeticiones, por ejemplo, cuando el cuento consiste en una serie de obstáculos que hay que superar. El placer infantil de escuchar cuentos reside también en la espera de lo que se repite: situaciones, frases, fórmulas. Así como en los poemas o en las canciones las rimas escanden el ritmo, en las narraciones en prosa hay acontecimientos que riman entre sí. La leyenda de Carlomagno tiene eficacia narrativa porque es una sucesión de acontecimientos que se responden como rimas en un poema.
     Si en una época de mi actividad literaria me atrajeron los folk-tales, los fairy-tales, no era por fidelidad a una tradición étnica (puesto que mis raíces se encuentran en una Italia absolutamente moderna y cosmopolita) ni por nostalgia de las lecturas infantiles (en mi familia un niño debía leer solamente libros instructivos y con algún fundamento científico), sino por interés estilístico y estructural, por la economía, el ritmo, la lógica esencial con que son narrados. En mi trabajo de transcripción de los cuentos populares italianos a partir de los registros hechos por los estudiosos del folclore del siglo pasado, sentía un placer particular cuando el texto original era muy lacónico y debía intentar contarlo respetando su concisión y tratando de extraerle el máximo de eficacia narrativa y de sugestión poética. Por ejemplo:

     Un Rey enfermó. Vinieron los médicos y le dijeron: “Oíd, Majestad, si queréis curaros tenéis que tomar una pluma del Ogro. Es un remedio difícil, porque el Ogro, cristiano que ve, cristiano que se come”.
     El Rey lo dijo a todos, pero nadie quería ir. Entonces se lo pidió a uno de sus subordinados, muy fiel y corajudo, que le dijo: “Allá voy”.
     Le indicaron el camino: “En lo alto de un monte hay siete cuevas: en una de las siete está el Ogro”.
     El hombre salió y en el camino se le hizo de noche. Se detuvo en una posada...

    Nada se dice de la enfermedad del Rey, de cómo es posible que un Ogro tenga plumas, de cómo son las siete cuevas. Pero todo lo que se nombra tiene en la trama una función necesaria; la primera característica del folk-tale es la economía expresiva; las peripecias más extraordinarias se narran teniendo en cuenta solamente lo esencial; hay siempre una batalla contra el tiempo, contra los obstáculos que impiden o retardan el cumplimiento de un deseo o el restablecimiento de un bien perdido. El tiempo puede detenerse del todo, como en el castillo de la Bella Durmiente, pero para eso basta que Charles Perrault escriba:

     ...hasta las broquetas en que se asaban cantidad de perdices y faisanes se durmieron, y el fuego también. Todo eso ocurrió en un instante: las hadas hacen muy rápido las cosas.

La relatividad del tiempo es el tema de un folk-tale difundido por todas partes: el viaje al más allá que es vivido por quien lo cumple como si durase pocas horas, mientras que al regreso el lugar de partida es irreconocible porque han pasado años y años. Recordaré en passant que en los comienzos de la literatura norteamericana este motivo dio origen al Rip Van Winkle de Washington Irving, que asumió el significado de un mito de fundación de la sociedad norteamericana basada en el cambio.
     Este motivo puede entenderse también como una alegoría del tiempo narrativo, de su inconmensurabilidad en relación con el tiempo real. Y el mismo significado se puede reconocer en la operación inversa, la de la dilatación del tiempo por proliferación interna de una historia en otra, característica de los cuentos orientales. Sherezada cuenta una historia en la que se cuenta una historia en la que se cuenta una historia, y así sucesivamente.
     El arte gracias al cual Sherezada salva cada noche su vida reside en saber encadenar una historia con otra y en saber interrumpirse en el momento justo: dos operaciones sobre la continuidad y la discontinuidad del tiempo. Es un secreto de ritmo, una captura del tiempo que podemos reconocer desde los orígenes: en la épica, por efecto de la métrica del verso; en la narración en prosa, por los efectos que mantienen vivo el deseo de escuchar la continuación.

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Como en cada una de estas conferencias me he propuesto recomendar al próximo milenio un valor que me es caro, hoy el valor que quiero recomendar es justamente este: en una época en que triunfan otros media velocísimos y de amplísimo alcance, y en que corremos el riesgo de achatar toda comunicación convirtiéndola en una costra uniforme y homogénea, la función de la literatura es la de establecer una comunicación entre lo que es diferente en tanto es diferente, sin atenuar la diferencia sino exaltándola, según la vocación propia del lenguaje escrito.
     El siglo de la motorización ha impuesto la velocidad como un valor mensurable, cuyos récords marcan la historia del progreso de las máquinas y de los hombres. Pero la velocidad mental no se puede medir y no permite confrontaciones o competencias, ni puede disponer los propios resultados en una perspectiva histórica. La velocidad mental vale por sí misma, por el placer que provoca en quien es sensible a este placer, no por la utilidad práctica que de ella se pueda obtener. Un razonamiento veloz no es necesariamente mejor que un razonamiento ponderado, todo lo contrario; pero comunica algo especial que reside justamente en su rapidez.
     Cada uno de los valores que escojo como tema de mis conferencias, lo he dicho al principio, no pretende excluir el valor contrario: así como en mi elogio de la levedad estaba implícito mi respeto por el peso, así esta apología de la rapidez no pretende negar los placeres de la dilación. La literatura ha elaborado varias técnicas para retardar el curso del tiempo; he recordado ya la iteración; me referiré ahora a la digresión.
     En la vida práctica el tiempo es una riqueza de la que somos avaros; en la literatura es una riqueza de la que se dispone con comodidad y desprendimiento: no se trata de llegar antes a una meta preestablecida: al contrario, la economía de tiempo es cosa buena porque cuanto más tiempo economicemos, más tiempo podremos perder. Rapidez de estilo y de pensamiento quiere decir sobre todo agilidad, movilidad, desenvoltura, cualidades todas que se avienen con una escritura dispuesta a las divagaciones, a saltar de un argumento a otro, a perder el hilo cien veces y a encontrarlo al cabo de cien vericuetos.
     El gran invento de Laurence Sterne fue la novela toda hecha de digresiones, ejemplo que seguirá después Diderot. La divagación o digresión es una estrategia para aplazar la conclusión, una multiplicación del tiempo en el interior de la obra, una fuga perpetua; ¿fuga de qué? De la muerte, seguramente, dice en su introducción al Tristram Shandy un escritor italiano, Carlo Levi, que pocos imaginarían admirador de Sterne, ya que su secreto consistía justamente en aplicar un espíritu divagante y el sentido de un tiempo ilimitado aun a la observación de los problemas sociales.

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Ya desde mi juventud elegí como lema la antigua máxima latina Festina lente, apresúrate despacio. Tal vez más que las palabras y el concepto, me atrajo la sugestión de los emblemas. Recordaréis el del gran editor humanista veneciano, Aldo Manuzio, que en todos los frontispicios simbolizaba el tema Festina lente con un delfín que se desliza sinuoso alrededor de un ancla. La intensidad y la constancia del trabajo intelectual están representados en ese elegante sello gráfico que Erasmo de Rotterdam comentó en páginas memorables. Pero delfín y ancla pertenecen a un mundo homogéneo de imágenes marinas, y yo siempre he preferido los emblemas que reúnen figuras incongruentes y enigmáticas como charadas. Como la mariposa y el cangrejo que ilustran el Festina lente en la recopilación hecha por Paolo Giovio de emblemas del siglo XVI, dos formas animales, las dos extrañas y las dos simétricas, que establecen entre sí una inesperada armonía.
     Desde que empecé a escribir he tratado de seguir el recorrido fulmíneo de los circuitos mentales que capturan y vinculan puntos alejados en el espacio y en el tiempo. En mi predilección por la aventura y el cuento popular buscaba el equivalente de una energía interior, de un movimiento de la mente. He apuntado siempre a la imagen y al movimiento que brota naturalmente de la imagen, sin ignorar que no se puede hablar de un resultado literario mientras esa corriente de la imaginación no se haya convertido en palabra. Como para el poeta en verso, para el escritor en prosa el logro está en la felicidad de la expresión verbal, que en algunos casos podrá realizarse en fulguraciones repentinas, pero que por lo general quiere decir una paciente búsqueda del mot juste, de la frase en la que cada palabra es insustituible, del ensamblaje de sonidos y de conceptos más eficaz y denso de significado. Estoy convencido de que escribir en prosa no debería ser diferente de escribir poesía; en ambos casos es búsqueda de una expresión necesaria, única, densa, concisa, memorable.
     Es difícil mantener este tipo de tensión en obras muy largas, y por lo demás mi temperamento me lleva a realizarme mejor en textos breves: mi obra está constituida en gran parte por short stories. Por ejemplo, el tipo de operación que experimenté en las “Cosmicómicas” (“Le cosmicomiche”) y “Tiempo cero” (“Ti con zero”), dando evidencia narrativa a ideas abstractas del espacio y el tiempo, no podría realizarse sino en el breve arco de la short story. Pero he intentado también composiciones aún más cortas, con un desarrollo narrativo más reducido, entre el apólogo y el petit-poème-en-prose, en “Las ciudades invisibles” (“Le città invisibili”) y recientemente en las descripciones de “Palomar”. La longitud y la brevedad del texto son, desde luego, criterios exteriores, pero yo hablo de una densidad particular, que aunque pueda alcanzarse también en narraciones largas, encuentra su medida en la página única.
     En esta predilección por las formas breves no hago sino seguir la verdadera vocación de la literatura italiana, pobre en novelistas pero siempre rica en poetas, que cuando escriben en prosa dan lo mejor de sí mismos en textos en los que el máximo de invención y de pensamiento está contenido en pocas páginas, como ese libro sin igual en otras literaturas que son los Diálogos (Operette morali) de Leopardi.
     La literatura norteamericana tiene una gloriosa y siempre viva tradición de short stories; diré incluso que entre las short stories se cuentan sus joyas insuperables. Pero la bipartición rígida de la clasificación editorial —o short stories o novel— dejan fuera otras posibilidades de formas breves, como las que están sin embargo presentes en la obra en prosa de los grandes poetas norteamericanos, desde los Specimen Days de Walt Whitman hasta muchas páginas de William Carlos Williams. La demanda del mercado del libro es un fetiche que no debe inmovilizar la experimentación de formas nuevas. Quisiera romper aquí una lanza en favor de la riqueza de las formas breves, con lo que ellas presuponen como estilo y como densidad de contenidos. Pienso en el Paul Valéry de Monsieur Teste y de muchos de sus ensayos, en los pequeños poemas en prosa sobre los onfetos de Francis Ponge, en las exploraciones de sí mismo y del propio lenguaje de Michel Leiris, en el humour misterioso y alucinado de Henry Michaux en los brevísimos relatos de Plume.
     La última gran invención de un género literario a que hayamos asistido es obra de un maestro de la escritura breve, Jorge Luis Borges, y fue la invención de sí mismo como narrador, el huevo de Colón que le permitió superar el bloqueo que le había impedido, hasta los cuarenta años aproximadamente, pasar de la prosa ensayística a la prosa narrativa. La idea de Borges consistió en fingir que el libro que quería escribir ya estaba escrito, escrito por otro, por un hipotético autor desconocido, un autor de otra lengua, de otra cultura, y en describir, resumir, comentar ese libro hipotético. Forma parte de la leyenda de Borges la anécdota de que, cuando apareció en la revista Sur, en 1940, el primer y extraordinario cuento escrito según esta fórmula, “El acercamiento a Almostásim”, se creyó que era realmente un comentario de un libro de autor indio. Así como forma parte de los lugares obligados de la crítica sobre Borges observar que cada texto suyo duplica o multiplica el propio espacio a través de otros libros de una biblioteca imaginaria o real, lecturas clásicas o simplemente inventadas. Lo que más me interesa subrayar es cómo realiza Borges sus aperturas hacia el infinito sin la más mínima congestión, con el fraseo más cristalino, sobrio y airoso; cómo el narrar sintéticamente y en escorzo lleva a un lenguaje de absoluta precisión y concreción, cuya inventiva se manifiesta en la variedad de los ritmos, del movimiento sintáctico, de los adjetivos siempre inesperados y sorprendentes.
     Nace con Borges una literatura elevada al cuadrado y al mismo tiempo una literatura como extracción de la raíz cuadrada de sí misma; una “literatura potencial”, para usar un término que se aplicará más tarde en Francia, pero cuyos preanuncios se pueden encontrar en Ficciones, en ideas y fórmulas de las que hubieran podido ser las obras de un hipotético autor llamado Herbert Quain.
     La concisión es sólo un aspecto del tema que quería tratar, y me limitaré a deciros que sueño con inmensas cosmogonías, sagas y epopeyas encerradas en las dimensiones de un epigrama. En los tiempos cada vez más congestionados que nos aguardan, la necesidad de literatura deberá apuntar a la máxima concentración de la poesía y del pensamiento.
     Borges y Bioy Casares recopilaron una antología de Cuentos breves y extraordinarios. Yo quisiera preparar una colección de cuentos de una sola frase, o de una sola línea, si fuera posible. Pero hasta ahora no encontré ninguno que supere el del escritor guatemalteco Augusto Monterroso: “Cuando despertó, el dinosaurio todavía estaba allí”.

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Desde que leí esta explicación de la contraposición y la complementariedad entre Mercurio y Vulcano, empecé a entender algo que hasta entonces sólo había intuido confusamente: algo acerca de mí mismo, de cómo soy y cómo quisiera ser, de cómo escribo y cómo podría escribir. La concentración y la craftmanship de Vulcano son las condiciones necesarias para escribir las aventuras y las metamorfosis de Mercurio. La movilidad y la rapidez de Mercurio son las condiciones necesarias para que los esfuerzos interminables de Vulcano sean portadores de significado, y de la informe ganga mineral cobren forma los atributos de los dioses, cetros o tridentes, lanzas o diademas. El trabajo del escritor debe tener en cuenta tiempos diferentes: el tiempo de Mercurio y el tiempo de Vulcano, un mensaje de inmediatez obtenido a fuerza de ajustes pacientes y meticulosos; una intuición instantánea que, apenas formulada, asume la definitividad de lo que no podía ser de otra manera; pero también el tiempo que corre sin otra intención que la de dejar que los sentimientos y los pensamientos se sedimenten, maduren, se aparten de toda impaciencia y de toda contingencia efímera.
     Empecé esta conferencia contando un cuento; permitidme que la termine con otro. Es un cuento chino.
     Entre sus muchas virtudes, Chuang Tzu tenía la de ser diestro en el dibujo. El rey le pidió que dibujara un cangrejo. Chuang Tzu respondió que necesitaba cinco años y una casa con doce servidores. Pasaron cinco años y el dibujo aún no estaba empezado. “Necesito otros cinco años”, dijo Chuang Tzu. El rey se los concedió. Transcurridos los diez años, Chuang Tzu tomó el pincel y en un instante, con un solo gesto, dibujó un cangrejo, el cangrejo más perfecto que jamás se hubiera visto.


Italo Calvino: Fragmentos de “Rapidez” en Seis propuestas para el próximo milenio, Ediciones Siruela, Madrid, 1989, pp. 45–67.