Por Sylvia Zárate Mancha

 

Caminaban en forma paralela, acompasada, lenta. Ella le pasaba el brazo alrededor del suyo. Solían caminar todas las tardes por el centro de la ciudad, la mujer vestía pantalón con saco; su cabello pintado de tono rojizo, le llegaba más abajo de los hombros; y él, invariablemente, portaba una gabardina beige. Frisaban los sesenta años; en apariencia, nada los perturbaba en aquella ciudad tranquila donde casi todos se conocen. Venían de una colonia cercana a la Catedral, a los cafés de los centenarios portales. Nunca cruzaban una sola palabra. La mesa de ellos los esperaba, si estaba ocupada, el hombre hacía una mueca de disgusto y miraba a través de sus lentes a la mujer y le señalaba otra mesa. Parecían raros. Los muchachos de aquel entonces cuchicheaban y volaban su imaginación, decían que eran mudos, pero que cuando se acercaba el mesero para tomarles su orden los dos hablaban. Una vez que eran atendidos, se les veía beber su café en total silencio. En ocasiones pedían un pedazo de pastel. Así pasaban muchas horas, viendo a la gente sin emitir comentario alguno, solo sus miradas se encontraban en una total comprensión. Era como si las palabras sobraran, lo mismo ocurría cuando caminaban juntos. En la época de lluvias se les veía salir hacia los portales; él sostenía en sus manos un paraguas negro que cortésmente cubría a los dos. Se podría pensar que, al no hablar entre ellos, simulaban una pareja dispareja, sin compenetración alguna. Sin embargo, se les veía compartir una unión casi perfecta en sentimientos, gustos, formas de vida y amor.

La mirada de ellos semejaba la de una estatua; cuando veían pasar a la gente no había quién la pudiera descifrar, inalterable, a pesar de que ante ellos pasaban caminando, corriendo, familias, mujeres atractivas, ancianos, vendedores… Era como si nada los alterara, ni conmoviera, su mundo giraba alrededor del café y la conversación que emanaba de un silencio con voz. Sus pisadas marcaron los años de una época tranquila, en la que el desasosiego no caminaba en las aceras; tanto que, una tarde de otoño, no se les vio salir a la pareja. Llegó inevitablemente el invierno, y solo dos pisadas, casi arrastrándose, llegaron a la mesa del silencio. Él jamás la abandonó, fue como si el hombre no quisiera dejar aquella charla sin voz con su mujer, que ahora dormía en el silencio infinito.