Por Sandra M. Busto

Lleva en su brazo una pulsera de cuero con la imagen de un violín tallada en plata. La observa mientras una suave bruma llega lentamente desde su ventana a lo más profundo de un alma. Esa pulsera es lo único que le queda de las sombras de una historia de amor que se había diluido. Fijó sus ojos color miel en el mar y recordó el día en que un amigo en común le envió el teléfono de alguien a quien no veía desde hacía ya unos cuantos años. Y sí, ¿por qué no llamarlo si se conocían desde la adolescencia? Él había hecho un concierto recientemente y esa era la oportunidad de volverse a conectar. Decidió felicitarlo, aunque apenas creyó que él iba a recordar su nombre. Habían coincidido en aquel tiempo y espacio, antes de que la vida los llevara por caminos diferentes.Todo parecía tan lejano.  Actualmente ambos vivían en mundos totalmente paralelos, como dimensiones superpuestas entre sí, universos muy distintos. Él había conquistado su ciudad y el mundo, ella había decidido encontrar refugio en un precioso lugar, casi olvidado por la civilización.


     Al fin decidió comunicarse y, para su sorpresa, él recordaba más que el nombre de ella. Lo que hubiera sido solamente una conversación sencilla y formal, continuó fluyendo en varias comunicaciones que fueron pasando a otros matices. Así empezó un torbellino para ella, quien había convertido su vida en un recinto cerrado al que no había posibilidad de entrar. Después de muchas heridas, había clausurado las puertas. Sin embargo, eso varió; sin saber cómo, él logró traspasar ese espacio interior y sagrado lleno de muros y obstáculos.
     —¿Sabes que estuve pensando en ti?” —le dijo él un día, en medio de otra llamada aparentemente casual.
    —¿En mí? —contestó ella entre aturdida y curiosa, muy curiosa, extremadamente, como si la propia Ariadna le dejara su sitio en el laberinto; pero sin el hilo, sin el ovillo, expuesta a saber que cada vez que se adentrara un poco más, ya era imposible salir. El minotauro eran sus miedos, aquel fantasma enorme que no la dejaba abrir su corazón. Pero él la atraía con cada palabra que le escuchaba pronunciar, como si su voz y el sonido de su violín, penetraran hasta sus células, dejándola indefensa y nerviosa.
     ¿Qué hombre era aquel? ¿Qué extraño ser podía perturbar su paz así, aquella perfecta armonía interior conquistada a través de tanto esfuerzo? Pero no podía dejar de pensarle, recrear su imagen en la mente día y noche. Entre la música que él le enviaba, lo escuchaba tocar su violín y el mundo sencillamente giraba en torno a él. Eso lo hacía más atractivo a sus fantasías. Comenzó a imaginar sus labios, su piel, su olor. Las conversaciones se iban poniendo cada vez más intensas. No, ella no era de esas, no era así, no se atrevería a tanto. Eso creía, eso pensaba. ¿Quién podía sacar esa otra persona que ahora descubría, ese fuego, ese deseo? Sí, un deseo sin final, sin principio, constante, una llama que no se apagaba y que a cada mensaje se avivaba más y más.
     Quería escribirle todo el día, conquistar sus instintos, retar su hombría al punto de hacerlo llegar hacia ella, hacia sus deseos. ¿Qué magia había que podía descongelar el hielo, ese en el que se escondía del mundo, en el que se refugiaba constantemente? Comenzó a vivir una vida paralela, donde parecía ser cierta aquella aventura, donde se sentía amada, deseada y hasta queriendo romper con todo tipo de esquemas atemporales, como si fuera cierto, como si aquella fantasía que consumía su realidad, ocupara totalmente su sitio.
     Todo se volvía cada vez más confuso, hasta hacerla presa total de sus instintos. Lo único que los unía y era real entre ellos seguía siendo la música, ella desde su flauta y él desde su violín. Eso tan intangible y totalmente etéreo era lo exclusivamente palpable entre los sonidos y el despertar de los instintos. Acaso, ¿qué cosa conocía ya de su misterioso amigo de la adolescencia, al que nunca había besado, tocado o amado piel a piel? Nada, todo y nada se juntaban en una historia que cada vez le era más fascinante, más ardiente y excitante. ¿Quién era en realidad, más allá de lo que ella percibía? Un ser humano es más que solo un rostro y una voz que despertaban sentimientos en ella. Hasta que apareció en su mente la pregunta clave, la esencia de todo: ¿Qué significaba ella para él? Entre todas las respuestas hubo una que resonó tan fuerte como el eco, como aquello que no quería escuchar; pero que de pronto y después de una espera que le era interminable, se instaló en su mente para no salir ya de ahí y ocupar todo el espacio: “Nada, absolutamente nada, eso significas tú para él. ¿Será?, ¿era eso cierto?”
Un día no pudo más con las dudas y se llenó de valor.  Caminó descalza por la playa vacía y decidió ir a buscar sus respuestas. Armó con sus manos una fogata. Llevaba en una bolsa todos sus secretos ancestrales, los conocimientos adquiridos con el tiempo. Conjuró su espíritu en un acto sofisticado de alquimia. Y gritó al Universo: “¡Quiero ser violín!”. Los astros no entendían el pedido, pero quienes conocen de magia sagrada, saben que el universo no juzga. El fuego consagró el hechizo y le tiñó el vestido de rojo, con unos rasgos de finísimo espesor. El viento, incomprensible a su llamado, le dio paso a la luz y llenó de sonidos la madera que iba poco a poco cubriendo su cuerpo.
     —¿Y el arco? —le preguntó una nube a la joven.
     —No, ese no, ese no va junto al violín, seré solo eso, un cuerpo de mujer tallado finamente en madera preciosa —le contestó la muchacha.
     Así estaba escrito que fuera y así terminó siendo al final de la noche, cuando la luna y el sol lograron su beso inconfundible junto al mar.
    Un hombre aún joven, pero con la sabiduría de haber pasado ya por los treinta años, abrió la puerta después de haber sonado el timbre. Una red de mensajería le dejaba un paquete mediano. Un regalo tan inesperado como incomprensible. Revisó los papeles y estaban en orden; sin embargo, faltaba el nombre de quien lo enviaba. ¿Algún admirador secreto? ¿Algún mecenas o hasta un amigo que había olvidado? Nada parecía tener explicación, pero al abrir la caja encontró una maravilla. Era un violín casi tallado por los dioses, la mezcla de colores y la calidad de la madera lo hacían una pieza única. “¡Qué raro!, ¿no trae arco?” —pensó por un momento, y buscó el suyo, decidió probarlo. Con cada nota el violín gemía, cada roce del arco parecía que hacía vibrar el alma de aquel instrumento. Cada vez que pulsaba o frotaba sus cuerdas, la sensación era extrema, genuina, perfecta. Reír, cantar, llorar, suplicar, gemir, gritar, todo, absolutamente todo, lo trasmitía aquel extraño ejemplar de madera. Parecía un ángel convertido en violín, con el que podía dar libremente rienda suelta a su creatividad. Logró compenetrarse de inmediato con su nuevo instrumento, se apasionó, quería tocarlo cada día más.
     Ella comenzó a sentir los latidos del corazón del músico, su pasión, la entrega. Tenerlo tan cerca era un sueño que mantuvo por tanto tiempo que parecía imposible poder sentirlo en realidad, aquella ilusión creada solo para satisfacer su fantasía, la que tantas veces tuvo al cerrar los ojos pensándole. Tan cerca, con su barbilla apoyada sobre ella, con su sudor, siendo cómplice de horas y días de ensayos, regocijándose en sus triunfos, viéndole probar una y otra vez, intentar y conseguirlo.
     ¡Qué suerte estar tan cerca, que afortunada poder ser parte de su fuego, de su cotidianidad, ayudarlo a cumplir sus anhelos! Violín y músico se fundían a la perfección. Cada sonido evocaba una batalla de deseos compartidos, de suspiros. Cada vez que tocaba aquel instrumento divino, un rayo de luz se abría y una fuerza recorría en forma de energía su cuerpo, para hacerlos vibrar a ambos mientras brotaba la música. El sudor de él era como rocío cayendo en una flor apenas abriendo al alba. La perfección de sus manos al tocar, el frote perfecto del arco por las cuerdas. Ella entendió su alma, su esencia y era feliz. Logró superar las palabras para sentirlo en lo más profundo de su ser, en su acto de creación.
     Así estuvieron juntos interminables días, semanas y meses…
     Sin embargo, ella entendió que él nunca podría amarla ni entender su deseo, tan solo viéndola como un objeto, uno muy deseado, pero imposible si no la veía como mujer, como aquella magnifica criatura que habitaba debajo de su piel. Solo regresando a su esencia tal vez podría tener una oportunidad. Alejarse dolerá mucho más, pero permanecer se hacía cada vez menos posible, más doloroso. Aunque era violín y había logrado sentir en su madera aquella maestría, la mujer que habitaba ese espíritu gritaba por salir y cada vez lo hacía más alto. La duda estaba, aquellas preguntas ya no la dejaban disfrutar de los momentos de gloria. Se sentía atrapada en un gran engaño. Volvía a sentir que no armonizaba, que comenzaba a desafinar en su existencia. Un ser ancestral sabe que no puede usar su magia para intervenir, que no puede revelar su esencia. Volvió entonces un manojo de preguntas su mente: “¿Tendré oportunidad en su vida? ¿Podrá amarme como realmente soy?”
     Un día, antes de un magnífico concierto en noche de luna llena, se desvaneció su ilusión como una nube de otoño, cuando sus ojos pudieron ver otra realidad. Él prefirió tomar en sus manos su antiguo violín. Miró su rostro y no sabía cómo entender su expresión, pero le pertenecía a ese instrumento, era el que elegía y nada había ahora que hacer. Al paso de los días volvió a ella, a aquel violín mágico con el que compartía tantas emociones, pero ya no le sonaba igual. El violín desafinaba y quedaba mudo por momentos.
     Ella se dio cuenta de que no era otra cosa que una sombra. La que había sido dueña de la luz, no era más que la silueta de un oscuro deseo. Él dejó el violín junto a una vela encendida, muy cerca de una ventana, para volver a tomar en sus manos el otro instrumento. Ella decidió conjurar entonces: que lo que no es para mí que fluya y que el amor verdadero me encuentre. Finas gotas de lluvia entraron por la ventana, eso pudiera ser la explicación de un mortal a las gotas de lágrimas que dejó caer desde su alma de mujer.

Al amanecer, envuelta en una ola, apareció una silueta de mujer desnuda en la orilla del mar. Se veía confundida y feliz. Nunca volvería a ser la misma. Había experimentado tantas sensaciones que no hubiera podido vivir siendo humana. Los ojos tenían un brillo diferente. Subió hasta la roca y abrió la puerta de su casa. Allí la esperaba ansioso un gato, la máquina vieja de escribir, su flauta y una pluma de ángel. Sabía que había trasgredido las leyes y que eso también tiene su precio. No le estaba permitido llegar tan lejos y lo que había hecho le dejaría huellas profundas en su alma ancestral. Sabía que nunca iba a poder ser la misma, pero, ¿por qué no?, ¿por qué una mujer no puede soñar sentir en su piel la fuerza, el erotismo y la maestría que pudo sentir siendo violín? Aquel magnífico instrumento fue la única manera de materializar su ilusión y lo sabía. A pesar de todo, supo que era hora de regresar a su mundo, a su universo paralelo.