Por Nicolás Águila

Y me sigue zumbando el oído izquierdo. No me da tregua desde las nueve y media de la mañana. Esa fue la hora cuando me levanté. El zumbido monofásico, pugnaz, no me llega a enloquecer del todo, como al muengo de Van Gogh, que vivía atormentado por eso y mucho más. Cierro los ojos y me desentiendo de los acúfenos oyendo buena música. Es la mejor terapia indicada en este caso, según he leído alguna vez. Y llego al punto que hasta “vacilo” mi tinnitus. Lo remasterizo, lo pongo en estéreo, con sus obviedades de noche estrellada y amores siderales de ocasión. Un flash de gorriones al acecho me rebota de feedback. Me estremezco. La voluntad se me traba en el deseo. Oigo luces lejanas, acúfenos como misiles rusos, la zarabanda en tercera dimensión. Me espanto, pero luego me santiguo. Y de pronto lo veo saltar. ¡Coño, era un grillo!