Por Orlando V. Pérez

                   En el corazón tenía
                   la espina de una pasión,
                   logré arrancármela un día:
                  ya no siento el corazón.

                  La tarde más se oscurece
                 y el camino que serpea
                 y débilmente blanquea,
                se enturbia y desaparece.

                Mi cantar vuelve a plañir:
                “Aguda espina dorada,
                quién te pudiera sentir
               en el corazón clavada”.

                       Antonio Machado

En el corazón tenía
albo empeño: una esperanza,
y la tinta no me alcanza
para memorar el día.
Un torbellino en porfía
–chorros de sangre– atropella
con su látigo-centella.
En el misterio del monte
se calcina el horizonte
y deja turbia mi estrella.  

¿Cómo podré dominar
la espina de una pasión?
Si el viento atiza el carbón,
la llama puede quemar
tierra y cielo. Si la mar
en la orilla se hace arena,
¿cómo hacer de luna llena
en la parda soledad?
¿Cómo atar la vastedad
con las cuerdas de esta pena?

El pecho al oscurecer
rasgó una espina bravía:
logré arrancármela un día,
terca ausencia, sin saber
cuán honda estaba. El ayer
socavan los turbios ríos.
Entre pálidos estíos
se desbocó tu patraña.
Reloj de podrida entraña,
estos delirios son míos.

Pena de amargo turbión,
turbión que va indiferente;
pena del amor ausente,
ya no siento el corazón.
De la casa, la armazón
reina en el suelo. Sombrilla
reverso de la costilla:
viento amargo, pedregal,
gaviota en líquida sal
como grumos en la arcilla.

Donde las nubes acechan
la palidez de una vela,
un ave errante se cuela
mientras las horas cosechan
pasadizos que se estrechan.
La tarde más se oscurece
y el ave negra estremece
cada cuerda de violín:
remontada hacia el confín
la ventisca reaparece.

Ebrio fulgor parpadea
de Minerva en la escultura:
el cuervo, sobre la altura
de su testa, se recrea:
y el camino que serpea
para llegar a la esencia
va horadando la conciencia.
“Nunca más”, responde el ave,
y la paz, pálida y grave,
se estremece en su demencia.

En el paisaje interior,
acuarela en difumino,
se va borrando un camino.
Por él, transita el amor
hacia la nada. Temblor
que de pronto parpadea
y débilmente blanquea
entre arbustos: la esperanza,
una anciana que se cansa,
no puede entre la marea

con que la tunde el olvido
en los parajes arcanos:
en el adiós, en las manos
hay un viejo olor a nido
reticente. ¿A dónde ha ido
el verso azul galopante?
La lluvia, cual falso amante,
se enturbia y desaparece:
allí un fantasma se mece
sobre el réquiem del instante.

Estas calles son rastrojos
de los peregrinos sueños
donde cenizan los leños
que se empolvan en los ojos,
como sutiles despojos
en la carne obnubilada.
En la noche macerada
prefiero no maldecir.
Mi cantar vuelve a plañir:
aguda espina dorada,

vuelve a ocupar esta herida,
arrasa con esta paz
que respiro contumaz
donde la vida no es vida
sino barco en despedida,
filo de batiente espada.
Aguda espina dorada,
cuánto me haces repetir:
“Quién te pudiera sentir
en el corazón clavada.”

Con este conjunto de espinelas el autor obtuvo el 1er. Premio Nacional Ala Décima, 2022. (N. del E.).