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Por Hilda A. Mas

Cuando por primera vez llegué a ese lugar, mi corazón sintió la magia que de él  salía como un embrujo.
Todo comenzó cuando los primeros rayos del sol aparecieron, esparciendo su esplendor sobre el verde de cada rama rociada por el amanecer. El arroyo invitaba a beber de sus aguas.
En las raíces viejas de almacigo vivían dos güijes que tenían un collar de caracoles, los que, cuando salían a sus travesuras, sonaban como dulces  melodías.
En ese lugar viví inolvidables recuerdos. Allí escuché el canto de los pájaros, la melodía del viento…
Siento con alegría en mi corazón el llanto de mis hijos como dulce canción que llena el alma. Los atardeceres, cuando el sol comienza a declinar sobre el lomerío, los cedros, álamos, ceibas… perfuman todo el ambiente y dan paz y tranquilidad al hermoso valle.

Estoy feliz: mis hijos adoran cada rincón de ese lugar. Allí entre esos montes vivirán por siempre el hada que acaricia el Jobero; ella cada amanecer besa los lirios sanjuaneros, el capullo de la hortensia que acaricia el sendero con el paso de  ese grupo de hombrecitos con alma de poetas: actor, pintor, escritor… allí cada uno de ellos regala en sus obras un pedazo de sus sueños.
Cada nuevo día, cuando las hojas caen y los árboles mudan su follaje, se teje y desteje  el amanecer, dando forma y color  a sus actuaciones teatrales y regalan como una gran colmena mieles.
Seguramente meditas bajo los árboles silenciosos. Cuando los visites en mañanas o atardeceres, oirás el rumor de unas alas que levantan el vuelo por cada rincón rociando magia, y sentirás cómo los actores traen luz para llenarte el pecho de pequeños girasoles rociados de entrega y amor en cada una de sus obras… Ahí está la magia.
Si encuentras por casualidad en tu pecho un susurro de esa magia, recuerda preguntar al hada si su nombre es Romelia.