Por Orlando V. Pérez

 

Santa madre, tu ternura
calentaba mis dos manos
y tus acentos tempranos
pronto ataban mi locura.
Hoy la senda es grieta, y dura:
se hizo noche la alegría
sin tu mano, que zurcía
pronto cualquier desgarrón
y frenaba el aluvión
hasta hacerme luz el día.